domingo, 12 de octubre de 2008

Pirañas - Roberto Ortiz


—¡Por la puta que no lo haré! —gritó el escritor, realmente alterado, mientras  P y Q le esgrimían con la mirada.
—¡Ni puta ni nada! ¡Lo tuyo es liquidarla! —ordenó el primero, ensalivando sus labios como loco.
—Liquidarla —repitió el otro, acariciando su erección.

No era la primera vez que el escritor estaba en una situación semejante. Un año atrás una mujer lo había obligado a matar a un matemático que, según ella, le recordaba a su padre. Ya más tranquilo, contestó: 
—No lo haré —dijo acercándose a un acuario gigante donde nadaban con ínfulas de todopoderosos decenas de pirañas fosforescentes. Allí se plantó por tres largos minutos, y como si nada pasara, agregó—: Qué animales tan feos —consciente de que aquella observación ofendería a los papanatas. Y así fue. P le tomo de los hombros y lo hizo girar con una fuerza que no cuadraba ni con su tamaño ni con su laxa complexión.
—No estamos jugando, escritor. Es la última vez que te lo pedimos, la próxima te la verás con nosotros.
—Con nosotros —repitió Q, bajándose la cremallera.

Un sacerdote de la hermandad de los descalzos había sido su primera víctima. Fue cuando deambulaba por el acantilado, acompañando a una monja di-sidente, tratando de sacar algún provecho sexual. Pero cuando, ante las negativas cada vez más contundentes, quiso usar la fuerza, apareció el religioso, mentando a los ocho dioses y decidido a romperle las mandíbulas. Bastó entonces un esquive perfecto, dejando volar los puños a los filosos arrecifes de la muerte. Luego vendrían el médico, una actriz porno y el matemático machista y abusador. Él mismo se sorprendió que matar no contradecía en absoluto a la escritura. Incluso, se complementaban. Su fama creció, pues, como la espuma de una malta helada: agudo escritor para cultos e intelectuales y asesino pro-caz para el hampa y la podredumbre, aunque hay que decir que casi siempre eran los mismos. Por cada libro nuevo aparecía el titular de un macabro ajuste de cuentas o de una espeluznante venganza o violación.

P y Q le dieron la última oportunidad. Su amor-odio por las niñas les exigía  aquella determinación. Y esta niña, en especial, era una cadenciosa mujercita de apenas quince años. 

—¡Tienes que matarla! —inquirió P, con los ojos desorbitados y apuntando con un revólver la cabeza del escritor.
—Matarla —repitió el menor: con los pantalones caídos y con una muñeca en cada mano.
El escritor, que a estas alturas sudaba ríos y mares, se lamentó por enésima vez de tener que cambiar el final.
—¡Esta bien, está bien! —imploró—. Ustedes ganan.

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