Trulalá está sentado sobre un sofá. Sobre un sofá rojo como de labios con carmín. Más que eso: como la sangre de vampiros en noches de luna llena. Como esa luna del cómic gastado sobre la mesa, en cuya portada hay un héroe en mallas, con máscara antigás y cubriendo, con una capa traslúcida, a una mujer desnuda. Trulalá, trulalá, canta. Trulalá es el nombre de la revista y Trulalá también es la canción principal de la banda sonora de la versión cinematográfica de Trulalá, su libro.
Trulalá está en el último piso y, como supongo suponen ustedes, todo es de cristal, cristal líquido quiero decir: el techo, los adornos y las seis paredes atestadas de recuerdos. Hace poco ha llegado a la conclusión trascendental de la intrascendencia de su obra. Trulalá es, ahora, un héroe pasado de moda, echado por la borda de algún submarino, expelido como un feto de dos meses. Y vaya que es cierto. Hoy importa más la Araña Saña que el héroe que nos salvó de los Cabezas Huecas, de las escurridizas 33 y del New Age. Trulalá es el único éxito de su juventud y de eso, ya han transcurrido cuatro décadas.
Trulalá cree que fue el centésimo capítulo el que finiquitó los réditos que, en su oportunidad, lo llevaron a codearse con la farándula más despiadada. Cree que debe al hecho que su héroe sucumbe a los goces carnales. Pero la verdad es esta: el mentado número es un panfleto político. Así de simple. Narra las desventuras de un Trulalá expósito que en un ataque de histeria, producido por los Ridículos de Saturno, mancilla la honra de Vana, su compañera. Hasta allí todo bien. Lo feo viene con un primer plano de los órganos ejecutores del colapso: una tanga con abertura y con los colores de la bandera norteamericana. Y un espléndido tatuaje de la hoz y el martillo en el miembro perpetrador del héroe. Todo un espectáculo.
Entonces vinieron la censura, el vilipendio, las mentadas de madre y por supuesto: el final. Desde entonces vive encerrado en su hexágono planificando su regreso. Ya entre manos tiene su última creación: una sórdida historia de amor y venganza, donde los personajes nada tienen que ver con el trulalismo de antaño. Sino una excelente experimentación de la cuentística de vanguardia, donde los índices y notas de página son de por sí una historia aparte y blablablá: según él, el mundo contenido en diez A4.
Comienza a oscurecer. En breve se acomodará la máscara y saldrá a la calle a buscar una cerveza. No faltará quien le diga panzón o algo por el estilo. Luego irá al cine porno de la Unión y exorcizará demonios y alienígenas. Y cuando den las ocho, irá aquel edificio, donde trabaja de ascensorista, y tal vez, tal vez ahora tenga la valentía de volar como antes.
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