domingo, 19 de octubre de 2008

Rosas caídas - Roberto Ortiz


Quién iba a imaginar que Felipe escondía tantos secretos. Primero lo del libro, publicado en España y traducido al francés y al ruso, mas ni un euro en los bolsillos. Sólo un mensaje electrónico, fechado hacía dos años; en él, el compilador le daba las gracias y le deseaba mucha suerte. Pero no lo tuvo. Los asesinos habían actuado con crueldad. Imagínense, un palo insertado en el culo y el sexo troceado, hilvanado y colgado en la puerta al lado de un triste mensaje de amor. 
Eso era todo, ni una huella digital, ni un pelo, ni siquiera un olor, como si todo hubiese sido obra del espíritu santo, pero en inversa. En cuanto al mensaje, este fue borrado por unos niños que pasaban por allí. Se perdió pues el único rastro de los perpetradores. Luego fueron las fotos y videos que, con denodada malicia, los detectives habían subido a la Internet. 
Y ahora estaba el asunto de los visitantes. Quienes iban apareciendo uno a uno, a destiempo, como acompasando la muerte con exotismo y elegancia. Al primero lo sentaron a un costado, casi a la salida. Cuando llegaron en bandadas de paz, no les quedó más remedio que intercalarlos entre los familiares.
La que quedó más afectada fue sin duda su madre, al ver las fotos del homicidio entró en shock, siendo internada al instante; entró en coma horas más tarde. En cambio, su padre y hermanos juraron enterrar los recuerdos junto al cadáver. Fue un asunto que desde el principio olió mal. Incluso desde antes que se publicara Rosas caídas. Para entonces Felipe contaba con veintidós años y vivía a sus anchas lejos de los suyos, que a decir verdad, nunca lo trataron como tal. Se metió a las drogas y comenzó a ofrecer su cuerpo al mejor postor y de allí, no paró hasta su muerte. 
El compilador fue uno de sus amantes. Hombre mucho mayor que siempre le advirtió de sus malos pasos. No hay que ser sabio para saber que lo amaba. Pero la impetuosidad de Felipe no tenía barreras. Dejó de cobrar y se convirtió en el amante de toda la homosexualidad madrileña. Tenía predilección por los travestidos y transformistas más escandalosos. Muchos de ellos aparecían en sus cuentos "La hora final" y "La venganza". Historias proféticas que narran a pies puntillas lo que Felipe vivió en sus últimos minutos. Atrapar a los asesinos sólo era cuestión de tiempo.
El velorio se extendió hasta la madrugada. En silencio absoluto, la vergüenza y la desilusión rondaban al féretro. Los familiares dormían y los visitantes tenían la mirada en la puerta, como esperando un fantasma o e estado de alerta ante algo inminente. 

A eso de las seis apareció el fantasma, una figura alta, esbelta, hermosa, tan hermosa que parecía mujer. Era Valerio, el gran amor de Felipe. Al verla, las otras, u otros, corrieron a abrazarla y a darle un sentido pésame. Aparentemente, nadie más se lo merecía.

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