Tragando el aire a mordidas, dejé caer ante el fuego mi cuerpo hecho dolor. Mantuve el torso erguido por unos segundos; después me tendí de espaldas. Las estrellas se veían borrosas y bailaban al ritmo de mis agitados pulmones.
Descansé del mundo y la vida.
Cuando pude, ladeé la cabeza y miré a través de las llamas a la joven sentada al otro lado de la hoguera. Ella me observaba con desconcierto.
—No me lo esperaba así —dijo la muchacha—. Luce usted muy mal.
No conseguí formar una carcajada; sólo dos o tres torsiones jadeantes. Igual fueron irónicas.
—¿Y qué… esperabas? —pregunté.
Ella bajó la mirada.
Al cabo de un rato le señalé mi saco. —Las cosas que me sirvieron. Todas buenas. Lo demás lo boté.
La joven se acercó a registrar. —Sí, algunas me las llevaré —aceptó.
Hice un ademán de cesión.
—¿Usted necesitará algo? —me preguntó.
Negué con la cabeza. —Ya no más.
Ella asintió y comenzó a prepararse. Mientras tanto, yo removía el polvo con una mano. El polvo inmortal.
No le tomó mucho estar lista. Partía con poco, como yo tiempo atrás. Poco tiempo atrás, aunque fuera toda mi vida.
—¡Oye! —le grité cuando ya estaba de espaldas a mí en su décimo paso.
Se volteó. Tenía la misma expresión desconcertada y perdida con que la conocí. Sin embargo, parecía fuerte.
—Habla de mí en la próxima hoguera —le pedí.
Me sonrió. —Por supuesto—. Y fue adelante.
Yo quedé entre las estrellas y la tierra. A cada latido, más lejos de las primeras y más dentro de la segunda. Pero mis ojos duraron hasta ver a la muchacha perderse en el horizonte.
1 comentario:
Es un relato con una enorme melancolía por lo que es la vida y la muerte; ese estar muerto en vida, a veces; o quizá no es nada de esto, y es lo que el autor quiere que sea. Pero me gusta.
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