Aún mantengo fresco en mi memoria aquél 25 de noviembre de 1970. El escritor Yukio Mishima se había cometido seppuku por el Emperador.
Desde que leí esa noticia en el periódico, el suicidio, mejor dicho, el hecho de que alguien tomara la determinación de quitarse la vida, me fascinó profundamente.
Recopilé información, que fui guardando en una carpeta, como si de un tesoro se tratara. Mi incipiente curiosidad me llevó a frecuentar locales de ambiente bohemio dónde abundarían los románticos, soñadores e idealistas; personas, en fin, que vivían al margen de la sociedad y, por lo tanto, más proclives al... suicidio. En el interior de uno de esos tugurios encontré El Club del Suicidio. Allí descubrí a gente de todo pelaje y condición que no dudaba en revelarme los íntimos motivos que les conducían a inmolarse.
Unos lo hacían por amor y, también por lo contrario, el desamor. Los había desesperados por el trabajo, la falta de él, o por problemas económicos. Los depresivos...
Todo esto me llevó a pensar, con cierta desazón, que un solterón como yo, que no tenía problemas de amores, no encajaba en todo esto. Tampoco tenía problemas económicos: disponía de una discreta fortuna, suficiente para vivir desahogadamente. Tampoco padecía el trastorno adaptativo, llamado comúnmente depresión; estoy feliz con lo que soy, de hecho, creo que nunca estuve mejor. Me resultó muy frustrante comprobar que carecía de argumentos para suicidarme.
Pero lo que más me decepcionó fue mi débil personalidad. La debilidad es un defecto fatal para un suicida. Lo descubrí cuando fui analizando las hipotéticas maneras con las que pondría fin a mi vida. Podría cortarme las venas, pero lo rechacé de inmediato; no soportaba el simple pinchazo de una vacuna, razón de más para descartar el doloroso corte de una cuchilla en mi carne. Lo siguiente que se me ocurrió fue colgarme de una cuerda, pero también lo deseché: además de doloroso, cabía la posibilidad de errar en los cálculos: que si la resistencia de la viga, que si mi peso era el adecuado para la cuerda y, además, cabía la posibilidad de que quedara agonizando lentamente, colgado como una vulgar morcilla.
¿Y el veneno? Sinceramente, no entiendo de química ni de fármacos y, que yo sepa, tampoco es fácil hacerse con un veneno efectivo. Por cierto, la discreción es vital en este método: algún buen samaritano podría llevarme a que me hicieran un lavado de estómago.
¿Qué me quedaba? Lo más drástico: arrojarme desde lo alto de un edificio o a las vías del metro. Lamentablemente padezco de vértigo; sólo pensar que pongo el pie en una azotea, me produce mareos. En cuanto al metro, definitivamente no. He oído casos de amputaciones que me ponen los pelos de punta.
Finalmente, creo que he encontrado la mejor forma de suicidio, a mi medida, sin brusquedad, algo que no requiere motivaciones: viviré y viviré hasta que muera lentamente de viejo.
2 comentarios:
te sere honesta... me he reido con este post.. xq??? x lo poco q se permites en vivir.. implica q ama su vida.. y kien no? la pone como si la tuviera resuelta... despues de ese concepto del bohemio ahora me considero una (nunk habia tenido el valor de decirmelo, pero, abri los ojos), ahora la solucion final me resulta aun mas dolorosa que las primeras.. anyway... saludes!
http://ashesofanangel.blogspot.com/
Me alegro que te haya divertido. La vida hay que tomársela con fuertes dosis de humor, incluso cuando uno quiere pero no puede "suicidarse". Un saludo.
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