Tarde de otoño que parecía de primavera calurosa. Domingo. Un bar. Una mesa. Una mujer joven. Miraba. Escuchaba la lluvia. No la veía.
Soñaba con la música de las gotas de agua.
—¿Puedo sentarme?
Un joven, parado en el bar, la miraba. Aparentemente, no le importaba el clima.
—Sí —dijo ella sin moverse—, sentarse todavía no está regido por las leyes, o por las no-leyes, o por los códigos. Ni siquiera pusieron carteles.
—¿Tiene fuego?
La joven desvió la vista del domingo recluido. Sin dejar de oír la lluvia, se irguió en el asiento. Apoyó los dedos índice y medio en sus sienes. Cerró los ojos. Inspiró.
—No —dijo—, lo siento.
—Qué lástima.
Aliviada, una cucaracha corrió a esconderse entre las medias de una anciana acartonada. O el cartón de una anciana aliviada por una cucaracha a medias se corrió. O la cucaracha de cartón de una anciana con medias que nunca se había movido…
¿Alivio?
—Quiero tomar algo —dijo él.
—Yo, no.
—¿Por qué?
—Nunca voy a tener fuego.
—Ah, claro.
Llegó el mozo
—Los carteles dicen que practique con ustedes.
—Practique.
—Practique
—¿Qué van a tomar los señores?
—Nada.
—Nada.
Ella abrió bien los ojos, ladeó la cabeza y miró al joven.
—Usted dijo antes que quería tomar algo.
—Tiene razón. ¡Qué tonto! —Miró al mozo—: Tráigame algo para tomar.
El mozo se rascó la oreja derecha con la mano izquierda.
—Algo como qué. Se supone que estoy ensayando. Ustedes tendrían que ayudarme.
—Tiene razón, el señor.
—Sí, el señor tiene razón. ¿Qué puede ofrecerme?
El mozo dejó de rascarse y con el dedo mayor señaló a sus espaldas.
—Allí —dijo—, hay bebidas dibujadas.
—El tinto me tienta, ¿y a usted?
—No, tiene alcohol, y puede ser peligroso. Por el fuego, digo.
—Claro, claro —dijo el joven—. ¿Sabe qué, mozo? Mejor no traiga nada. —Se inclinó sobre la mesa y tomó a la joven de la mano—. Me vuelve loco el sonido de la lluvia.
—A mí también. —Ella se desasió y se apoyó contra la ventana. Las manos se hundieron en el vidrio—. La lluvia está en el domingo, pero desde acá sólo veo la mecedora.
—¿Y si salimos?
—Bueno. Algún domingo tenía que suceder, ¿no?
—Claro, por supuesto.
Se subieron a la mesa y saltaron a través de la ventana.
Cayeron sobre un piso de madera pulida y encerada.
Un perro enorme los confundió con dos chorizos y se los comió de un bocado. O el perro era normal, aunque confundido, y ellos eran dos chorizos. O ellos confundieron al perro y se dejaron comer para no pasar por chorizos.
La televisión de la sala chisporroteó hasta quemarse.
En el baño de la casa, la puerta se cerró y el sonido de la ducha no se oyó más.
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