martes, 16 de septiembre de 2008

Boqueteros - Carmen Courtaux


Todo comenzó cuando decidimos con mi marido comprar una viejísima casona en Palermo viejo. 
Tanto nos enamoramos de ese lugar que nos mudamos inmediatamente, una vez hechos los mínimos arreglos que hicieran confortable nuestra vida. Ya vivíamos allí cuando decidimos hacer la biblioteca en el cuarto cuya medianera es compartida con el caserón antiguo de al lado, que es una enorme librería. 
Habíamos decidido hacer un buen trabajo y empotrar los tablones en las paredes. Nuestro nieto mayor fue el que descubrió que, al picar la pared, habíamos llegado a una lámina de madera de tres metros de alto por casi dos de ancho. 
Hicimos los cálculos y verificamos: Esa lámina de madera era la parte de atrás de uno de los anaqueles de la librería. Ese cuerpo de la biblioteca era independiente de los demás; descubrimos que empujándolo, teníamos acceso a una biblioteca mucho, qué digo mucho, muchísimo más completa que la nuestra. Así que decidimos darle una bella terminación a la abertura de nuestra pared, adornar la madera con un precioso tapete mexicano y convertir a la librería en nuestro salón biblioteca, en horas de la noche.
Fue tan maravilloso disponer de secciones de filosofía, historia, arte, novelas, que lo que empezó como una cuidada osadía, terminó en relajación. Lo que quiero decir es que con el tiempo nos pusimos descuidados. Un día, dejé una ceniza en un platito, otra vez mi marido tomó una cerveza y quedó la mesa marcada con una arandela de humedad  pegajosa. El colmo fue cuando dejé olvidados mis anteojos en la sección Clásicos. Al día siguiente fuimos a buscarlos y los vi en el mismo lugar en que los había dejado. Mi marido hizo de campana; yo los agarré y me los puse rapidito. ¡Mi corazón parecía un tambor!
Creo que todo se desbarrancó cuando descubrieron una manía de mi marido: en la edición de lujo de la Odisea, el borde superior estaba doblado, marcando la página hasta adonde había llegado su lectura. 
Acá es necesario aclarar: nunca nos llevamos un libro; esa es la razón de la marca en la hoja. Tenía un sabor de revancha contra la vejez vivir esa aventura. Pensábamos que a nadie hacíamos daño y nos empezamos a sentir mejor día a día. Como si la adrenalina inyectara vida en nuestras venas y las penas y los dolores se hicieran menores. Como le decía, nunca nos llevamos un libro, pero esa punta doblada, esa marca en la Odisea, atrajo la atención de dos de los vendedores más jóvenes.
Una noche apagaron las luces y cerraron. Nosotros, como siempre, dejamos pasar media hora y deslizamos el anaquel. Nos sentamos en los sillones y retomamos la lectura bajo la cálida luz de la lámpara. Apenas habían pasado unos minutos cuando se encendieron todas las luces y escuchamos afuera sirenas de la policía. ¡Por poco nos matan de un susto!
¡Y acá estamos, comisario! A los ochenta y cuatro años, acusados de boqueteros.

3 comentarios:

pato dijo...

Oh!, genial, Carmen, me encantó este cuento. Seguramente, yo hubiese hecho lo mismo que tus personajes!
PAto.

Unknown dijo...

¿verdad que sí?
gracias, Patri

Anónimo dijo...

Varias de nosotras, sin duda... Lindisimo, Carmen, felicitaciones.

Olga