Después de un rato, para matar el tiempo de la espera, comenzamos a charlar de nimiedades. Este pasillo de hospital es tan bueno como cualquier otro sitio para esta actividad ociosa. Obligados a aguardar, ¿qué más se puede hacer? Ella tiene paciencia, se nota. Y no luce, en absoluto, como la maldita que dicen que es. Convocados por su presencia, otros se nos van uniendo. Algunos lucen confundidos, como si encontrarse allí, frente a alguien tan famoso, los tomara de sorpresa. Cada tanto, ella mira los papeles que tiene en la mano, seguramente para controlar los datos allí asentados. Y sigue entregando folletos como el que, tras mirarlo con atención, guardé en mi bolsillo. Tiene una sonrisa para todos, tal vez algo profesional, pero igual no deja de ser un gesto amable de su parte. Sobre todo considerando que no tiene obligación de serlo. Cada vez somos más, pero la creciente aglomeración no perturba la marcha habitual del lugar. Médicos y enfermeras pasan junto a nosotros sin prestarnos atención alguna; a veces a la carrera y remolcando la parafernalia con la cual hacen durar al prójimo más de la cuenta, a veces con paso derrotado, a veces con la lejana indiferencia del que ya está acostumbrado a que le copen la parada. Todos hablamos en murmullos, haciendo preguntas que ella responde sin impacientarse, aunque siempre son las mismas, como si cada quien quisiera recibir una contestación diferente a la anterior, una distinción especial de su parte. Viéndonos, pienso que tenemos el aspecto un poco resentido de un montón de escolares obligados a quedarse después de clases. Sin embargo, nadie parece desear que la espera termine. Los veo contemplarla de hito en hito, sin que acaben de perder la expresión aturdida. No me extraña, es la prueba de que los demás sienten lo mismo que yo sentí al encontrarla allí de forma tan inesperada. Es que, a pesar de su amabilidad, todo lo que hemos oído acerca de ella no puede menos que intimidarnos. Por fin, se aproxima una muchacha tan pálida que, si de mí dependiera, le recomendaría una transfusión urgente. Entonces nuestra ilustre convocante hace una última cruz en su planilla y se pone de pie. Parece una súper modelo, y el ceñido vestido negro le queda de maravillas. Nada que ver con la imagen espantosa que por siglos hemos usado para representarla. Tampoco lleva guadaña, y los folletos que nos dio, explicando lo que nos espera más allá, no muestran llamas ni arpas celestiales por ningún lado. Lo único que de verdad me preocupa un poco es ese asunto de nacer de nuevo, y tener que pasar otra vez por todas las experiencias que conocemos como “vida”. Por suerte, no será de inmediato, ella me lo ha asegurado. Por eso, cuando nos dice que ya es hora de partir, la seguimos sin quejarnos y, al menos en mi caso, con alivio. Me hacía falta un poco de tranquilidad.
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