Despiertas. En la repisa hay una carta. “Adiós. Esto ya es imposible”, dice.
Siempre pensaste que el día que te abandonara tu mujer sería trágico. Compruebas, sin embargo, que es tan monocorde y fortuito como cualquiera.
Te vistes. Sales a la calle. Al llegar a la panadería ves que hay una hoja a mitad de camino entre la vereda y la puerta cerrada. Alguna clase de intuición te inclina a tomarla.
“Señor Fernández: lamento no atenderlo hoy. Un asunto impostergable ha surgido. Deberá ir
a comprar sus medialunas a otro boliche. Espero sepa comprender.”
No deja de resultarte llamativa la forma en que el panadero eligió para comunicarse contigo.
Al llegar al kiosco de diarios ya no te asombra la existencia de otra nota. En todos los comercios de la cuadra ves pequeños papeles inmóviles, como si el viento jamás hubiera existido.
Por fin entiendes. Estás muerto y el mundo es el que se aleja —no uno— como siempre creíste.
Caminas, pero es en vano. Ahora puedes ir a cualquier parte. Da lo mismo.
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