Pasó.
El cambio lo sorprendió en la casa de Raquel, un lugar casi abandonado a su suerte que la dueña no visitaba desde hacía diecisiete meses; un sitio con gatos de dos cabezas que maullaban hambrientos y más de veinte puertas que conducían tanto a lugares conocidos y explorados como a territorios ignotos, probablemente peligrosos. Pero eso, más que un obstáculo era un incentivo. Oyó una voz en la maleza, pero no le prestó atención, aunque el sobresalto le reveló que tenía hambre. Desayunó al más gordo de los gatos tras hervirlo en una olla de cobre, juntó sus cosas, y se dirigió hacia un rincón cualquiera, sin ningún criterio definido.
Pasó.
Arribó a un sitio caótico en el que costaba orientarse. Buscó alguna configuración conocida —el lugar no le gustaba, olía decididamente mal— y encontró una señal emocionante en la pornográfica imagen del apóstol. No permaneció allí ni un minuto más.
Pasó.
Fue un alivio. El nuevo lugar era luminoso y había una rubia lánguida sentada en un banco, entre hierba crecida y tallos de jacinto.
—¿Viniste a buscarme? —dijo ella.
—No —respondió él—, aunque ya que estamos, podría llevarte conmigo, rescatarte de este lugar engañoso; parece agradable, pero es sórdido.
—No me gustan los japoneses —respondió ella—. Estoy prisionera y tengo miedo. Nunca más me abandones.
—De acuerdo —dijo él—. Vamos: allí hay un sitio promisorio en el que podremos redescubrirnos.
La chica se encogió de hombros y lo siguió.
Pasaron.
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