sábado, 6 de septiembre de 2008

Paisaje - Claudio Amodeo


Para la mayoría, el mundo es un caos. Sin embargo, para los poetas y soñadores como yo, es simplemente hermoso. Basta dar unos pocos pasos para atravesar un arco iris inimaginable de sensaciones y perderse en un sinfín de maravillas arracimadas en formas caprichosas: un almendro entremezcla su frondosa copa con los terruños de una choza masai, y cuelgan de sus ramas gruesos bloques de barro cocido y estiércol; un pájaro con alas de mariposa flota sobre el aire caliente y sobre el humo blanco que despide un carruaje en llamas, ardiendo sobre una calle cuarteada por el sol calcinante; un sol que sólo brilla en este sector al que hago referencia, porque el resto de la ciudad se sume en la más densa de las tinieblas, tragada en una depresión del terreno que podría tener varios millones de años de inexistencia. El cielo sobre mi cabeza es púrpura, y en él, algo escurridizo y veloz se mueve como si nadara entre los gases enrarecidos, jugando con nubes de yodo y amoníaco. Abajo, sobre la acera de piedras y restos metálicos de alguna cinta transportadora que jamás conocí, de pie sobre un lodazal de tejidos orgánicos en descomposición, que alguna vez hubieran conformado uno o varios cuerpos humanos, estoy yo, viendo y admirando todas estas cosas extraordinarias y cambiantes, sin remordimientos ni temores. Sé todo. Sé lo del experimento fallido y lo del continuo ir y venir del tiempo y de las cosas, pero nada puede arrebatarme en este instante, que puede ser eterno como efímero, la absoluta certeza de estar disfrutando de un paisaje atemporal, asimétrico y anacrónico, único e irrepetible. Y eso me hace feliz.

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