El quinqué tiembla, porque trémula es la mano, y a su luz se ve a un joven. No particularmente hermoso, pero sí proporcionado, sano, carente de deficiencias carnales, como si nunca sufriera dolor ni debilidad.
Se ahoga en asma y miedo el dueño de la casa invadida.
¿Quién...? —jadea—. ¿Qué quiere? No tengo nada... —su papada tiembla.
Sobre la mesa están los frascos, decenas de ellos.
—Maestro, esto lo curará —señala el joven—. Para los bronquios, para bajar de peso, para los riñones, para el corazón —levanta uno tras uno los recipientes—; este aparato es para las crisis de asma. Siga las instrucciones en el papel y su vida será muy larga.
El hombre viejo y gordo mira al intruso.
—No entiendo. ¿Qué significa...?
Sobre él cae de repente un beso suntuoso, lento, que se recibe bien. Demasiado asombro y asma para disfrutarlo, no obstante.
—Si usted fuera tan amable de explicarse —el viejo aparta al joven.
—No hay tiempo, maestro. Viva más, hasta su definición mejor. Viva para avergonzarlos... viva hasta mí.
—¿Avergonzarlos...? —y no puede decir más a quien acaba de desaparecer como humo que se va.
Asustado, el nombre muy viejo se sienta a la mesa observando los frascos, y deja amanecer.
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