Yo trazaba en la pared la figura de los animales decorativos y fabulosos, inspirándome en un libro de caballería y en las estampas de un artista samurai.
Un biombo, originario del Extremo Oriente, ostentaba la imagen de la grulla posada sobre la tortuga.
El biombo y un ramo de flores azules me habían sido regalados en la casa de las cortesanas, alhajada de muebles de laca. Mi favorita se colgaba afectuosamente de mi brazo, diciéndome palabras mimosas en su idioma infranqueable. Se había pintado, con un pincel diminuto, unas cejas delgadas y largas, por donde resaltaba la tersura de nieve de su epidermis. Me mostró en ese momento un estilete guardado entre su cabellera y destinado para su muerte voluntaria en la víspera de la vejez. Sus compañeras reposaban sobre unos tapices y se referían alternativamente consejas y presagios, diciéndose cautivas de la fatalidad. Fumaban en pipas de plata y de porcelana o pulsaban el laúd con ademán indiferente.
Yo sigo pintando las fieras mitológicas y paso repentinamente a dibujar los rasgos de una máscara sollozante. La fisonomía de la cortesana inolvidable, tal como debió de ser el día de su sacrificio, aparece gradualmente por obra de mi pincel involuntario.
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