Una Viuda cuyo marido había sido colgado encadenado estaba velando el cadáver la primera noche, y empapada en lágrimas imploraba al Centinela que lo custodiaba, que le permitiera robarlo.
—Señora —dijo el Centinela—. No puedo resistir más sus ruegos; su belleza se impone sobre mi sentido del deber. Le entregaré el cuerpo y tomaré su lugar en la jaula, en la que un golpe de mi puñal confundirá a la justicia y me otorgará la felicidad de morir por una mujer tan adorable.
—No —dijo la dama—. No puedo aceptar el sacrificio de una vida tan noble. Si es cierto que usted me mira con buenos ojos, ayúdenos a mí y a mis sirvientes a llevar el objeto sagrado a mi castillo, donde usted permanecerá oculto hasta que podamos huir del país.
—No —dijo el Centinela—. Seguramente sería descubierto y arrancado de sus brazos. En tres días usted puede reclamar el cuerpo de su querido esposo; después podrá conferir a un honorable soldado toda la felicidad y distinción que a juicio de usted su devoción merezca.
—¡Tres días! —exclamó la dama—. Eso es mucho para esperar y poco para fugar. Pero sin llevar carga podemos alcanzar la frontera. Ya el día comienza a romper... dejemos el cuerpo y partamos.
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