Estamos todos en la botella. Por supuesto, llamamos así a este lugar los que sabemos lo que una botella es. Otros lo llaman el frasco, the bottle, la bouteille y vaya saber con que nombres más. Algunos, quizás más jóvenes, le pusieron apodos que no entiendo o que no puedo pronunciar. Muchos ni siquiera saben lo que es una botella.
Pero como ya lo dije, estamos todos, bueno no todos, sólo los que hemos muerto. La botella no es el infierno, no hay llamaradas, ni castigos, torturas, nada. Tampoco es el paraíso, no hay recompensas, ni placer, ni belleza, nada. Es sólo la botella.
No nos vemos entre nosotros, cuando pasamos cerca nos hablamos, pero no hay sonidos, sólo nuestros pensamientos. Ni siquiera nos movemos a voluntad, pequeñas corrientes nos arrastran, nos encuentran y nos separan. No sabemos que las producen o como se forman. Algunos creen que flotamos al igual que medusas en el éter, el verdadero éter que forma el universo. A veces tenemos suerte y nos topamos con almas que hablan nuestro idioma, pero es raro, la botella ha coleccionado durante miles de años demasiados esencias humanas y por lo tanto hay muchos, quizás demasiados lenguajes. En esos instantes nos preguntamos sobre nuestros orígenes, y buscamos con desesperación compartir un recuerdo común aunque sea por un instante, un momento, que nos aferre a lo que fue nuestra humanidad. Pero esos contactos son raros, improbables, ya que somos muchos.
Ciegos, sin voluntad, vivimos una existencia aburrida, tediosa, sólo interrumpida por un miedo profundo, porque resulta claro. La botella sólo puede tener una justificación, la misma que tiene un frasco de conservas, esperar que su contenido madure para el banquete final.
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