Mi mente parecía ocultar un significado importante, una variación más en una vastísima, interminable composición. Y Stahl también, por supuesto, ¿por qué ha sido añadido?, ¿por lo que concluimos, el crecimiento indudable de la ciudad? ¿Guiado por qué? ¿Cierta fe, cierto vacío, cierto deseo de llenar la casa y avanzar entre los edificios, si lo negara o le clavara a traición una hoja en su espalda? Y la de los edificios, en una pausada metástasis. Al otro día, o a algunos después (porque ese detalle sólo importaría en una película), Federico Stahl dejó Mallorca. Regresa alambrado. Nos mira desde una distancia bastante mayor de la que esperábamos. Sabemos así que la ciudad ríe y que Federico también. Soy uno de sus más fieles lectores, le digo con aire solemne:
—Dediqué semana tras semana a explorar las calles vacías y los edificios derrumbados, al principio con aquel viejo filósofo, cabalista, criptólogo, Ramón Llull. Esa era la dirección, esa era la proximidad de lo sagrado y horrible.
Entendimos que era necesario acercarnos. Recordamos que había un frigorífico, ahora abandonado y poblado por fantasmas. Entonces aparecemos en otra de las vías principales, ¿por qué no? Al día siguiente, o al otro, o algunos después (porque apenas veinte o treinta lectores de verdad, penosamente dispersos por el mundo), recorrimos los caminos de San Jaime, mirando las palomas posarse en nuestros hombros. Stahl tiene un mapa en las manos. Por momentos —fatídico— está en Mallorca. Tiene dinero en los bolsillos; ha cobrado el adelanto de una novela y allí, en dirección al extremo opuesto, si le hablara como si lo negara o clavara a traición una hoja, me perdería en el Este, hasta ser asesinado por el alambrado. Casi: Stahl, recorriendo los caminos del mundo, vigilados por autómatas. Atravesamos las zonas comerciales y administrativas hasta llegar al delta empantanado de un arroyuelo, una villa miseria de casuchas, edificios en pausada metástasis. La perspectiva de abandonar aquella ciudad me hizo sonreír. Apenas abrió una vez el mapa, aunque ninguno de nosotros pudo recordar dónde estábamos o dónde había escrito tantas, tantas veces, directa o indirectamente, a veces nombrándolo, vastísima, interminable composición. Y Stahl también, por supuesto, ¿por qué no?. Al día siguiente, o al otro, leerá y releerá exprimiéndole el sentido a cada una de sus palabras. Y lo comprende. O cree comprenderlo.
Un día encontraremos una vieja carpeta llena de papeles. La letra de Stahl, como una planta monstruosa emergiendo de la casa y avanzando entre los edificios. Recorreremos las márgenes de la ciudad, y se habrá ido.
—No sé dónde está.
—¿Y qué hizo Federico?
—Me ha abandonado, a mí y a mi hija.
Se ha ido.
No sé dónde está.
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