Es un hecho. Las reuniones me aburren. Ya no puedo pasar cinco minutos sin distraerme. Cualquier cosa me entretiene más que escuchar la monótona voz del gerente. Si habré tamborileado con los dedos sobre la mesa, imitando a Bonham, Taylor o Sidotti; si habré jugado con los pliegues de mis camisas, imaginando que son regiones montañosas donde algún
intrépido montañista busca la gloria o la muerte; si habré garabateado sobre los márgenes de mi anotador mil rostros y mil cuerpos de personas y animales que solo existen en mi mente; si habré creado, con alguna servilleta de papel, naves espaciales capaces de moverse a velocidad hiperlumínica y cruzar el Universo de punta a punta en un santia.
—García, ¿qué está haciendo?
La voz del gerente me sorprende con el brazo izquierdo levantado, sosteniendo en posición de lanzamiento la nave que acabo de fabricar. A su derecha el sucio de Mancini, ocultando tras la mirada seria una sonrisa de satisfacción, al creerse esta vez poseedor del cargo que hoy ocupo y que siempre anheló. Enfrente mío Rodríguez, con la cara de bobo
que lo caracteriza, mirando alternadamente al gerente, a Mancini y a mí. El resto, tosiendo o bajando la cabeza o llevando la taza de café a la boca para disimular las risas. Yo, subiendo a la nave, dispuesto a abandonar este mundo lleno de obligaciones aburridas para visitar planetas donde no haya reuniones y la vida sea más amena y llevadera...
El autor:
Héctor García
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