—Lo sentí. ¿Por qué no me crees? —dijo Siria—. No me quedo más sola. Esta casa tiene algo basto. No me gusta.
—Vos quisiste venir —dijo su novio: Ramiro siempre encontraba la forma de contradecirla—. Y acá dentro no hay nada. ¿Qué me queres insinuar?
—Que el cielo es un velo engañoso.
—No te pongas así, que me preocupo —dijo Ramiro—. ¿Ves este uniforme? No te va a pasar nada.
Siria caminó hasta la ventana y se agarró de la cortina, como lo haría una piba. Observó el cielo sobremanera. Ramiro no supo cuándo ella había dejado su cabello como la crin de un caballo. Empezaba a temerle, pero de una forma muy especial. Él se sentó, miró sus manos y su espala, el vestido que traía (de dónde lo había sacado) y las flores que había cortado.
—Amor —dijo ella mientras soltaba la cortina—. El cielo es insípido. Siempre tiene la culpa. Siempre me estanco en la cresta de su melancolía. Yo no tengo la culpa, sabés. Sólo me doy cuenta.
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Cristian Cano
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