Una mañana me crucé con una mujer de unos cincuenta años en una esquina de Monserrat y en mi mente me estallaron estas palabras: ¨Decile a Marcos que lo perdono; no dejes de decírselo¨.
Me llamó la atención, porque nunca había visto a esa señora y no conozco a ningún Marcos.
Lo cierto es que algunos días después me sucedió lo mismo en el Subte. Pasó un vendedor ambulante y de pronto escuché en las galerías de mis pensamiento esta reflexión: ¨Ojalá que nadie lo sepa; ojalá que se pase el dolor. Hace tanto que no viene Claudia¨.
¿Qué clases de palabras eran esas? ¿Por qué interrumpían el flujo normal de los nombres y las circunstancias de mi mundo?
Más tarde comprendí… Tenía la habilidad de captar la frase final de personas que me eran ajenas; esa frase que antecede al vértigo de la disolución.
Volví a experimentar lo mismo otras siete veces. Los hombres y mujeres siempre me eran ignotos. Las circunstancias en que los veía, absolutamente pasajeras.
Una mañana enfrenté mi rostro en el espejo. Un pensamiento me conmovió: ¨Laura, siempre lo supe. No importa. Ya no importa¨.
¿Quién es Laura? ¿Cómo llegará a mi vida? ¿Qué es lo que, a la vuelta de los años, habrá dejado de importarme?
Me afeito. Salgo a la calle. Sin que pueda evitarlo, la marejada de rostros me lleva, inexorable, a un encuentro.
Acerca del autor:
Cristian Mitelman
No hay comentarios.:
Publicar un comentario