A Blakeld le pasaban las cosas, no así a su mujer. Por eso estaba tan intrigado su psicólogo. En efecto, si bien éste no creía en las hipótesis conspirativas, tanta acumulación de obsesiones en Blakeld sin efectos medibles en Dorotea, su mujer, lo hacían sospechar hasta al menos propenso a verlas.
El paciente notó sus primeros síntomas en el jardín que, claro, gestionaba Dorotea y fue así:
—Por favor Blakeld, cortá algunas flores que viene tu madre a almorzar —pidió ella un domingo.
Y Blakeld ahí iba a notar que algo no funcionaba.
—¿Cuáles traigo? —preguntó para tener alguna precisión mayor.
—Aquellas que no estén demasiado abiertas ni demasiado cerradas, querido. —Dorotea usó un tono ciertamente sarcástico pero no burlón.
Y ahí fue Blakeld, inerme frente a la incertidumbre, a recolectar flores en un estado indefinido.
Empezó, claro, por las rosas. Prescindiendo del color y de la localización en el jardín, comenzó por la primera planta y cortó prolijamente, como Dorotea le había enseñado, un par de rosas de rojo profundo muy perfumadas, ni muy abiertas, ni muy cerradas. Siguió con otra que de tan blanca parecía la piel de los muertos y se llevó una sola porque lo impresionó la comparación y así siguió por todos los rosales, llenando una canasta de mimbre que llevó a tal fin.
Pero hete aquí que en la mitad de la tarea descubrió que en el primer rosal ya había otra flor en condiciones para ser recolectada y recordaba perfectamente que antes esa estaba cerrada, lo mismo con la blanca, la que parecía una camelia, la rosa con tintes azules, la amarilla con corazón de melón amarillo, la que parecía una margarita desde lejos, todas ellas. A pesar de haberles sacado las rosas que consideraba dentro de la pauta dada por Dorotea, he ahí nuevas candidatas.
Menos mal que Dorotea, cansada de esperar y ya próxima a llegar su suegra, le llamó y al ver el cargamento de rosas, sin desesperarse pero al borde de ello, lo reprendió suavemente:
—¿Y ahora dónde las ponemos, querido? En la heladera, tal vez.
Y Blakeld estaba preocupado porque le faltaban las dahlias, las nomeolvides, los lirios, las flores de menta y todas esas que parecían salir de ningún lado que ya estaban dentro del criterio de no tener demasiado abierto el pimpollo ni demasiado cerrado aún.
Al poco tiempo, Dorotea le pidió recolectar alguna fruta:
—Te recomiendo que estén maduras. Que casi no tengas que hacerles fuerza para sacarlas de la planta, tal como te enseñé días atrás, ¿recuerdas?
Blakeld recordaba, ciertamente. Y empezó con las fresas, siguió con las frambuesas, continuó con las ciruelas y los melones y algunos de esos frutos peludos que colgaban de los árboles. Sólo que cuando terminó con las fresas vio más fresas que habían madurado durante el periplo de recolección y así con las frambuesas y el resto de las frutas. Llenó la cesta que antes tuvo para las flores. Ya estaba haciéndose de noche cuando Dorotea lo llamó para adentro.
—¡Menos mal que iba a hacer mermelada, querido! Si no ¿qué haríamos con tanta fruta? —rió.
Pero a Blakeld le sonó que algo no andaba bien. Las frutas no maduran tan rápido, como las flores no se ponen a punto con esos tiempos. Había una conspiración, seguramente, pero no entendía de dónde podía provenir.
Una noche de invierno, Blakeld leyendo el diario advierte que se están descubriendo planetas fuera del sistema solar, el nuestro. Al día siguiente compra un telescopio poderoso y decide buscar donde el diario decía. Esa noche encuentra un planeta que nadie conoce, sigue mirando y sigue descubriendo y continúa llenando cuadernos con planetas hasta que decide retornar a donde había descubierto el primero y encuentra otro, y otro más, y se pasa toda la noche, a pesar de los pedidos de Dorotea, descubriendo planetas que antes no estaban ahí. No estaban ahí.
Denuncia los planetas y se convierte en la celebridad del barrio. Blakeld aprendió astronomía durante el fin de semana y es una celebridad. Dorotea quiere hacer un pastel de salmón y le pide que vaya a comprar al supermercado algunas piezas ni muy grandes ni muy chicas. Blakeld sabe que tendrá que llevar muchas, porque todas son más o menos parecidas y, además, más le aparecen mientras más busca.
—¡Querido, menos mal que nuestro congelador es grande! Así podremos tener pescado para todo el año —exclamó con júbilo no forzado Dorotea, pero Blakeld sabía que no estaba bien traer tanto pescado a casa, aunque no lo podía evitar.
Entonces, recordaba el psicólogo, ocurrió la peor catástrofe. A Blakeld no se le metió mejor idea que resolver el tema de los brazos de las espirales de las galaxias. Su afición a la astronomía lo estaba asfixiando. Pero, no teniendo argumentos sólidos en contra, el psicólogo no pudo negarse y ahí fue Blakeld, con su telescopio, a contar brazos de galaxias. De más está decir que contaba en un sector y al volver a contar, las galaxias ya tenían otro número de brazos. Según Blakeld llegaron a ser pulpos, sepias, calamares pero también se mancaban hasta quedar sin brazos. Tanto que el paciente le suplicó que viniera con él a contar los brazos. Como tenía lágrimas reales en los ojos, el psicólogo aceptó: era, se dijo, como una sesión con la psicosis actuando. Llevó su propio telescopio para poder comparar el número de brazos con los contabilizados por Blakeld.
Llegada la noche, fueron al espacio profundo a contar los brazos. Dorotea los miró con ternura pero los dejó hacer. Si bien era patético, al menos no se emborrachaban. A las dos horas, el psicólogo entró urgido por mostrarle a Dorotea cierta galaxia. Estaba excitado, balbuceaba más que hablaba. Su galaxia, al parecer, cambiaba de número de brazos como de poeta favorito Dorotea.
Ella lo miró con severidad insólita:
—Sepa usted, psicólogo aficionado, que mi poeta favorito no lo cambio desde mis años de la universidad: es Yeats, sin duda.
—¿Yeats? Blakeld me dijo que era Whitman.
—Como le dije, psicólogo entrometido, siempre fue y será Wilde. Y punto.
Y fue punto, nomás.
Sobre el autor:
Héctor Ranea
2 comentarios:
Anticipa los futuros cambios por gestarse en minutos y los siguientes en segundos.
Veremos en que concluye.
Dorotea agradecida por el comentario, espera a que su poeta favorito encuentre la rosa que ella quiere para sí. Claro, Blackeld está un poco mal acostumbrado. Pero le tengo fe.
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