domingo, 1 de diciembre de 2013

En una pescadería allá lejos – Héctor Ranea


Terminé pidiéndole sin miramientos: ¡Pues Nazca! Es que estaba indeciso. Insistí con las mismas palabras. Pero nada. Tanto insistí que parecía un tango posmoderno. Repetía y a la vez tenía la sensación de estar enredado, demasiado enredado en esa malla de locura y terquedad, pero a la vez de misantropía y nostalgia. Nostalgia por los barrios que no he pisado y que tal vez nunca podrán existir más que en mi recuerdo.
Nazca y Beiró, o por ahí. De esa zona de Buenos Aires es el cuento de un pescadero que vendía peces en tan mal estado que nadaban cojos. Era una esquina asquerosa de tranvías moribundos, pasos a nivel abandonados, semáforos angustiados y poetas que buscaban la entrada al inframundo que había logrado encontrar Adán Buenosayres en otro lado. Decían que lo buscaban ahí porque tenían la certeza de que el olor era del Demonio, pero era el pescadero. O mejor, sus peces cojos. Un día de verano, en que los peces habían salido a matear con los transeúntes desprevenidos, ahí en Beiró no me acuerdo cómo se los llama, el pescadero decidió colgarse de un anzuelo de cocodrilo y pataleó como tres horas, pobrecito, porque los anzuelos esos son complicados y los bomberos no pudieron sacárselo sin alguna cirugía que mejor no cuento. A todo esto, un escritor joven para aquella época, ahora llegaría a los noventa si no calculo mal el paso del tiempo, se preocupó de ponerlo en su diario. Como el pescadero había envuelto a sus peces en papel de diario, le había usado algunas páginas al poeta que, claramente, no lo amaba. Le había vendido sus años de juventud, cuatro poemas de amor que después vio hechos canciones en el programa de la televisión y una idea para serie de tele que vio en Hollywood sobre un vaquero que tomaba soda. Imagínate. El poeta trinaba y no como un pajarito. Encima, muerto el pescadero no se terminó la rabia. Los pescados habían armado una que no te cuento con los trolebuses porque no sabían cómo ir al mercado, nada. Fue un poco de descontrol, pero por suerte los vecinos de Beiró los acomodaron en casas de familias muy honradas que no los vendieron ni nada. Así que sí. Me trae lindos recuerdos que Nazca. ¡Pues Nazca, Nazca pues!

Sobre el autor:  Héctor Ranea

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