10. Y el Escritor por fin vio el desorden en las palabras. Había tenido paciencia para contemplarlas, estudiarlas, amarlas, nombrarlas de mil formas. Entonces sus manos dijeron: “Hágase el texto”. El Cuento vivió, vibró y victorioso se reprodujo nadando en el mar de la incredulidad.
1. El Escritor exclamó en voz alta: “Amo más a mis cuentos que a mi vida misma”. Entonces escuchó la voz de la Literatura: “Es que son como tus hijos; corrígelos. Porque aquel padre que no corrige a su hijo, más que padre es un secuaz”
2. Un día, la Literatura le dijo al Escritor, sin que éste lo pidiera: “Tus Cuentos no son tus Cuentos, son Cuentos de la Vida”. Y el Escritor no lo comprendió de inmediato.
3. Al otro día, fue el Escritor a ver a su Maestro: “Maestro —le dijo—, tengo miedo a la hoja en blanco”. Luego de pensarlo un poco, el Maestro dijo: “Recoge las eñes que tus antecesores sembraron dentro de las oraciones. Atibórrate de ellas, verás cómo tus tripas se lubrican en el sendero del buen funcionamiento”
4. Quiso el destino que por tres meses, el Escritor dejara de producir aquella minúscula carilla diaria. “Eres un tonto”, había escuchado infinidad de veces, “te sientas todos los días esforzándote, ¿y para qué?”, “ven, diviértete, piensa en otra cosa”, “la inspiración llega cuando menos la esperas, hombre”. Transcurridos esos tres meses, el Escritor pensó que ya había pasado suficiente tiempo. Que se había divertido. Que había pensado en cualquier cosa. Entonces se sentó, y quiso producir: nada llegó a sus dedos. Otra vez el Escritor exclamó en voz alta: “¿Qué he hecho mal?”. La Literatura alzó su voz: “Para el amor no bastan las palabras”. Y el Escritor comprendió. Jamás pasó un día sin que dejara de producir aquella minúscula carilla diaria
5. Y el Escritor quiso un día ser perfectamente ordenado, tal como leyó que lo eran otros. Confeccionó pulcras fichas de personajes. Diagramó la novela y sus afluentes hasta el mínimo detalle. Dibujó prolijos mapas por donde sus personajes correrían las mil aventuras ya por él pensadas. “Ahora sí”, se dijo, “será una obra maestra”. Pero al momento de desarrollar la historia, las manos permanecieron quietas. Entonces quemó todo en el fuego de los demonios procesadores de texto, y se dedicó a la escritura automática. “Bien —se dijo—, estoy escribiendo a mares”. Pero el resultado fue tan minúsculo en calidad, como mayúsculo de pobreza y entendimiento. “Maestro —le dijo a su Maestro—, ¿cuál es el sistema que debo adoptar?”. El Maestro lo miró por unos momentos. “Antes de sentarte a escribir —le dijo—, mírate muy, pero muy bien en el espejo”. Y el Escritor comprendió.
6. El Maestro creyó necesario dirigirse al Escritor: “debes comer las reglas ortográficas, masticarlas con apetito voraz, debes beber como beberías un elixir los condicionamiento estilísticos”. “Pero Maestro —dijo el Escritor queriendo hacerse el gracioso—, todo lo que comemos y bebemos se transforma en heces”. “Esa es la idea”. El Escritor quedó desorientado: “¿Cómo se entiende lo que me estás diciendo?”, preguntó. Y el Maestro, con una sonrisa indulgente en los labios, le dijo: “Cuando conozcas al derecho y al revés todos los secretos de la buena escritura, simplemente podrás cagarte en ellos”
7. “Maestro”, dijo el Escritor, “un músico eximio no es paralelo a un buen compositor, ¿por qué debo corregir mis cuento hasta quedar extenuado?”. “No uses comparaciones que llevan a la equivocación, querido Escritor”. “Explícate, por favor”. El Maestro dejó de tacharle los adjetivos al texto del Escritor, y mirándolo le dijo: “El compositor se apoya en un instrumento para que el público le oiga. Tú tienes que lograr música directamente a través del éter de tu cerebro y de tu lector”. “No entiendo, Maestro”. “Busca tu música cuando corriges”. Y el Escritor hizo una ley de esa enseñanza.
8. “Las palabras son las semillas. Las oraciones el surco. Las frases el riego, el cuidado. El argumento la cosecha. Los cuentos y las novelas resultan en el alimento”, dijo la Literatura. El Escritor jamás se olvidaría.
9. “Lo esencial es invisible a los ojos”, garabateó el Escritor, pero al ver los ojos de su Maestro, se ruborizó. “Es que ya está todo escrito, Maestro”, dijo. “Es cierto. Ya todo está escrito. Debes aprender a decir las cosas como si fueran nuevas”. El Escritor pensó, pensó y pensó: “De la ira ajena se alimentan los poderosos”, escribió. El Maestro se levantó y antes de marcharse dijo: “Ya puedes seguir tu camino en soledad, querido Escritor”.
Acerca del autor:
Ricardo Giorno
3 comentarios:
Hola, Ricardo.
¡Muy bueno!
Hola, Ricardo.
¡Muy bueno!
Gracias, Neli.
Publicar un comentario