Podría decirles que a Estela la tenía vigilada, pero vigilada es una palabra fuerte. Una expresión más adecuada sería la seguía de cerca, aunque tampoco se puede tomar al pie de la letra porque Estela no iba a ningún lado. ¡Ojo! No soy un acechador ni un pervertido, ni nada parecido. Simplemente me gustaba mirarla, me entretenía. Además, ella estaba en un nivel inalcanzable a mis posibilidades y era lo único por hacer.
Soy un tipo de costumbres: el vermút con los amigos el sábado al mediodía, el fútbol los domingos, el mate al volver del trabajo, el vaso de agua y la novelita policial al acostarme. Por eso, a la tarde, sentado al lado de la ventana, entre mate y mate, también se hizo costumbre observar a Estela.
Nunca supe de dónde vino, un día llegué y ella ya estaba en el vecindario: ahí empezó lo nuestro; a la hora que regresaba y los fines de semana, siempre estaba accesible a mi propósito, casi como si supiera. Era un placer verla ocupada en alguna tarea que por ignorancia propia de sus menesteres y por la distancia, yo desconocía. Me intrigaba no encontrarla en otro lado, aunque no estaba seguro de reconocerla de cerca.
Muchas veces sospeché que ella hacía lo mismo conmigo. Digo: yo no estaba obsesionado, no la miraba fijo continuamente, porque me distraían otras cosas en la calle o mis propios pensamientos, entonces cuando volvía a mirarla, ella estaba quieta como observándome. Se quedaba, así, manteniendo una postura casi desafiante y luego continuaba sus quehaceres. Esas actitudes me hicieron pensar que lo nuestro era mutuo.
Recuerdo la noche cuando desapareció. Fue un sábado. Llovía y antes de acostarme me asomé por la ventana. Me entretuve con la lluvia unos minutos, le eché una mirada a Estela —incansable con sus cosas—, cerré la ventana y me acosté a leer.
Me desperté porque la patilla de los anteojos se me incrustó en la sien izquierda, desvelado y con sed. Mi boca parecía de papel. Eran las cuatro. Sin mirar agarre el vaso y estaba por tomar un trago cuando vi a Estela delante de mi cara. Quedé duro. Estoy soñando, pensé. Parpadeé: Estela seguía allí. No supe si fue la impresión, el vidrio o los anteojos, pero se veía enorme. Rápidamente se desplazó y sentí un leve roce por el bigote y el costado de la cara. En ese momento me agarró el ataque de locura. Me transformé en una máquina de dar manotazos. El vaso, los anteojos, el libro volaron por el aire. Salí disparado hacia el extremo del cuarto, miré y Estela no estaba. Una picazón me recorría todo el cuerpo. Preso de un nerviosismo incontrolable sacudí mis pelos, me saqué el pijama y después de revisarlos, me puse los zapatos. Así, casi desnudo empecé a buscar a Estela, seguro de encontrarla en algún lado. Sin embargo, no estaba.
Fue un domingo intranquilo y con culpa. Sé que tuve una reacción intempestiva, pero fue el instinto.
Por suerte, ella demostró no ser rencorosa, ya que el lunes cuando regresé del trabajo, Estela estaba en su lugar. Ninguno dijo nada. Todo siguió igual, excepto que desde aquella noche cuando me despierto sediento voy al baño, y en un rincón de la pieza puse un balde porque ahora sé que, como cualquier bicho, las arañas también toman agua.
Tomado del blog
Ni vara ni cuchillo
Sobre la autora:
Mónica Ortelli
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