Edna planeaba todas las noches lo que haría al día siguiente, pero al despertar, sentía un dolor en el estómago, que más que dolor era una molestia, un nervio vivo, como un ser moviéndose desde el abdomen superior hacia el pecho, provocando espasmos y la necesidad de cerrar los puños, hasta sin darse cuenta clavarse las uñas y lastimar sus preciosas manos que alguna vez tocaron el violín.
Qué lindas manos, suaves, delgadas y sin irregularidades en los nudillos... las manos de Edna.
Se dormía tarde y casi sin sueño, con resignación y pastillas que la ayudaban a pasar de un estado de vigilia algo tormentoso, a una vida onírica aún peor, en donde siempre deambulaba desnuda, con ganas de hacer pis, sentada en un excusado con paredes transparentes alrededor, situado siempre en medio de la calle o de una plaza, generalmente sobre la Avenida Luis María Campos, y otras veces en Rivadavia y José María Moreno. Así nunca le salía el pis y su vejiga ardía intensamente.
En esos momentos quería gritar que dejaran de mirarla, que de esa forma no se podía vaciar el líquido sobrante, que se fueran ya… y nadie se iba porque la voz no le salía, no podía emitir más que una jerigonza casi inaudible, un grito neanderthal y no una palabra de homo sapiens.
Edna se miraba al espejo cada mañana recordando los propósitos que se había hecho la víspera, y al comprobar que sería incapaz de salir de su casa, ya se entregaba a su ostracismo y decía: Mañana será otro día.
Ella no había sido siempre así. Se volvió misántropa por algo triste que le pasó y no contó a nadie, ni siquiera a mí. Se fue muriendo de a poco hasta que su única actividad fuera de la casa pasó a ser tomar el ciento diez para visitar a su abuela en el geriátrico. Por lo demás, se olvidó de su juventud, de su belleza y del contacto con varones. Primero en forma inconsciente y luego conscientemente, fue cerrando su universo de a poco, hasta que el colectivo archiconocido y rutinario terminó pareciéndole una amenaza y dejó de salir del todo.
Edna tenía ataques de pánico y nadie supo ayudarla, en parte por ignorancia, otro poco por indiferencia, y tristemente también porque ella no se dejó ayudar por quien le tendió la mano sin segundas intenciones.
Sobre la autora:
Raquel Barbieri
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