Aquel juego se había convertido en una especie de adicción que lo arrastraba noche tras noche, sin que le importara demasiado saber por qué lo hacía. Encendía la luz de su habitación y se situaba frente al espejo que lo reflejaba de cuerpo entero.
Comenzaba su ritual quitándose la ropa muy lentamente como en un espectáculo de striptease, donde no habría ni aplausos ni gritos; sólo la satisfacción de su ego. Y como si hubiese una música que sólo él escuchaba, su cuerpo seguía el compás en magníficos movimientos, donde su varonil adolescencia lucía en todo su esplendor. El espejo atrapaba la imagen del bailarín en sus pasos y giros hasta que estallaba en un profundo delirio que lo arrancaba del tiempo y el espacio. Y en un final de danza, él pegaba su piel transpirada a la fría superficie, como si quisiera fundirse en ella. El cansancio lo obligaba a deslizarse hasta el piso, donde quedaba jadeante, pero feliz.
Una noche inició su baile como de costumbre y, cuando presa de aquel paroxismo, se abrazó al alargado y rectangular espejo, sintió que una extraña fuerza lo levantaba y arrastraba hacia el infinito. Aterrado, cerró los ojos. Cuando los abrió no se encontraba sobre el piso de su habitación. Se sentía liviano, como si hubiera sido desprovisto de su cuerpo. ¿Qué estaba sucediendo?
Su mamá entró en la habitación, llamándolo. La vio buscarlo con la mirada, la vio encontrarlo tirado en el piso, inconsciente. Ella gritaba y lo abrazaba.
Enseguida vio él entrar a su padre. Y vio cómo entre ambos lo acostaban en la cama y lo cubrían.
Después llegó el médico de la familia, quien lo auscultó, tomó su presión y palpó sus piernas y brazos.
Él los observaba a todos. Ahora se separaban de la cama. Entonces…, se dijo. Entonces yo habré… ¿muerto?
Y se vio abriendo los ojos. Pero él ¿estaba ahí? No, su alma no estaba ahí. Él lo observaba todo desde el interior del espejo, formaba parte de un mundo frío y brillante que había robado sus movimientos y su danza, en un eterno giro.
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