Escuché en un noticiero que se inventó la fitesgomina, una sustancia que borra los recuerdos de lo acontecido en los últimos diez minutos. Yo estaba tentada de probarla en mi propio organismo. Un día tomé coraje: Compré una caja e ingerí un comprimido efervescente antes de salir de mi trabajo. Cuando recobré la memoria, diez minutos después, estaba en una comisaría, sin mi billetera. No recordaba absolutamente nada.
Un oficial me explicó que me asaltaron y que no pudo evitar que el rufián huyera. Me sirvió un café en su despacho, y comenzó a besarme. A los dos segundos recordé que era casada y a los veinte minutos me separé de su boca.
—Tengo que decirte algo —murmuré—. Soy casada.
—Y yo también tengo que decirte algo —dijo muy serio—: no soy celoso.
Nos reímos a carcajadas.
Llegué a mi casa. Mi marido tenía la cabeza detrás del diario.
—La cena no está lista —dijo.
—Sí, está lista— repliqué.
Saqué de mi bolsillo un comprimido de fitesgomina. Lo disolví en un aperitivo y se lo di. Después guardé en el botiquín el resto de la tableta. A los diez minutos, cuando recobró la memoria le serví unas salchichas con puré.
—¡Es cierto! —gritó— ¡La cena está lista! ¿Como hiciste, si acabás de llegar?
Y ocurrió un milagro: Después de veinte años, me sonrió. La última vez que le vi los dientes fue en nuestra luna de miel carioca, cuando abrió la boca para morder un choclo. Estaba tan sorprendido con las salchichas exquisitas, que al fin se despegó del diario, después de muchos años. Le quedaron unas letras marcadas en la frente.
Me sentía culpable por haber besado a Lalo. Así que fui al botiquín, agarré la tableta de fitesgominas y saqué una. La disolví en el café de mi marido. Después le conté todo lo que pasó con el oficial, y lo del beso.
—Igual en diez minutos no vas a recordar nada —le dije—. Pero me moría de culpa si no te lo decía.
Al día siguiente tomé una decisión: Ingeriría un comprimido y seguiría el romance con Lalo. Total después yo no recordaría nada, y entonces no sentiría culpa. Además no tendría que mentirle a mi marido, ya que para mi mente todo eso no habría ocurrido.
Tomé la fitesgomina, y a los diez minutos aparecí en la comisaría. Lalo estaba esposado. Mi marido prestaba declaración a una inspectora.
—¿Por qué estoy aca? —pregunté.
—Perdiste la memoria —contestó mi marido—. Un oficial aprovechó para usar tus tarjetas de crédito. Y parece que no fue la única vez.
—¿Lalo?
—Sí, creo que se llama así —dije con un leve sollozo ahogante.
—Esta bien, está bien —dijo mi esposo—, ya pasó; tomá este vaso de agua.
Yo estaba decepcionada. Al final Lalo había resultado un rufián, y seguramente fue él quien me robó la billetera la primera vez que tomé fitesgomina. Qué lástima.
Cuando llegamos a casa, mi marido dijo:
—¿Recordás algo de lo que pasó en la comisaría recién?
—No.
—¿Nada que me hubiera dicho o hecho la inspectora, o yo a ella...? —me preguntó limpiándose una mancha de lápiz labial en su cuello.
—No —contesté—. ¿Y vos recordás algo que yo te hubiera dicho la noche que te di las salchichas con puré?
—No, en absoluto.
Después de la cena nos fuimos a dormir. Me dolía mucho la cabeza y busqué una aspirina en el botiquín. Encontré la tira de fitesgominas, estaba dispuesta a tirarlas a la basura.
—Qué raro —pensé—. Hubiera jurado que había una más…
La Autora: Carla Dulfano
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