Cuando tirás el auto contra el cordón de una calle cualquiera para desparramarte en llanto sobre el volante, es porque duele mucho. Duele en el corazón, que no es ningún músculo bobo.
Mi mente le explica, trata de hacerle comprender, intenta convencerlo, lo reta, lo sacude. Y es peor. Mi cabeza cuelga sin protocolos en el hueco de mis antebrazos. No existe nada en el mundo más que mi llanto.
No quiero llegar a casa porque no vas a estar para recibirme con tu cuerpo macizo y movedizo, no te vas a colar por el portón para atribuirte la postestad de algún huesito del perro del vecino, no vas a molestar a Silvestre, que seguirá repitiendo frases desde su encierro plumado pero ahora sin entender qué pasó con su archienemiga, por qué ya no viene a entretenerlo en esos rituales de cacería frustrada en que él te picoteaba y vos lo olfateabas y se repelían casi con cariño porque en el reino animal los odios y los amores son tan sencillos.
Por eso mi amor hacia vos era sencillo. Simplemente estabas en mi vida.
No pudiste aguantar, gordita. Yo te pedía que aguantes, rezaba sobre tu cuerpo caliente, te miraba para que no te fueras, me clavaba en tu sufrimiento para no dejarte sola en eso que me imaginaba, era tu despedida. Me parecía que si te miraba podía retenerte.
Te decía todo está bien, te mentía de la manera más humana posible para que me creyeras, mientras tu corazón se extenuaba y tus pulmones se desinflaban. Sostenía tu pata esperando el milagro y te decía “Ahora viene Anita, mi amiga Anita, la veterinaria, te lleva en la camilla y te vas a poner bien. Aguantá, gordita.” Pero no aguantaste más y ahora tengo que soltarte.
Le dije a Matteo que seguramente estás en el cielo, que allá todo es lindo, que tenés mucho pasto, que vas de nube en nube, liviana. Ojalá sea cierto. Jurame que cuando te reencarnes vas a venir a visitarme y vas a hacérmelo saber.
Sé que luchaste hasta el final. Querías quedarte a cuidarnos, a rezongar por la incorporación de Pompón al territorio hasta entonces exclusivo de tus mimos, a babear a los invitados con impunidad. Te quiero, gorda.
Dondequiera que tu alma se vaya, que se filtre alguna vez en mis sueños para volver a sentir tu olor, para no olvidar el anormal ritmo agitado de tu respiración, tu nariz chata apoyada en la mía, momento en que sentía que los probelmas no existían, porque vos, representante del reino natural en su expresión canina me confirmabas que la vida era todo fluir en ese acto espontáneo de amar sin pedir nada a cambio.
Tomado de Espejitos de colores
Acerca de la autora:
Anahí González
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