Lo mató antes, pero pensó que lo había matado después. Por lo visto el jurado no estaba de acuerdo.
—¿Dónde lo dejó? —preguntó el magistrado.
—¿Lo qué?
—El cuchillo.
—En la ducha.
—¿En la ducha de quién?
—Del asesinado, ¿de quién va a ser? —contestó el asesino—. Ustedes son de lo más raro, oigan. No lo digo por lo de ser verdes y fofos, que me da igual, lo digo por el destripamiento, el despanzurramiento y las vísceras.
Un abogado se sonó los mocos, alguien estornudó en el fondo de la sala.
—Esto es un mundo de ranas, asesino, aquí nosotros dictaminamos las leyes y su rana no me caía bien.
—Pero si era su rana —protestó el asesino viviseccionador—, ¿no pensarán dejarme en la calle, verdad?
—Oiga usted –dijo el juez con la voz ronca por la emoción—; en este lugar suceden cosas muy raras, ¿no ha visto que las ranas hablan? Yo mismo —obsérveme bien— soy una rana. —De un salto se acercó hasta el interpelado.
—Dimito. No son ustedes normales.
—Que suba al estrado el testigo, yo me voy a tomar un café. Alguacil.
Subió el alguacil e interrogó al testigo.
—¿Vio usted algo, señor Rana? ¿Pudo comprobar el ADN? ¿Se metió usted en su bañera?
—Nada de eso, yo estaba jugando al golf cuando este señor me cortó la tripa.
—Protesto —dijo el científico.
—No puede usted protestar —dijo el alguacil.
La rana croó.
—¡Esa es mi rana, maldita sea!
Acerca de la autora:
Raquel Sequeiro
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