Ahora, que ya estaban pasados de moda los dragones, centauros, una princesa durmiente y otras criaturas que en su momento de gloria habían ayudado a repletar las arcas de los inversionistas, los dueños del jardín zoológico acicatearon con mucho dinero a su equipo de ingenieros genéticos y así agregaron esta vez a una sirena, a la que por comercialismo le dieron una finísima piel blanca que relucía como un espejo ante la luz. También una frente abovedada, barbilla pequeña, cabellos rojizos y ensortijados y una gran resistencia a los elementos naturales para preservar su salud. Cada vez que salía a la superficie, unos niños cantores le hacían los coros para así satisfacer a la concupiscente demanda turística. El que hubiese protestas de un sector de la sociedad al considerar a la hermosa de cola de pez como un ser humano eran desoídas por la justicia. Simplemente resolvieron que era una creación artificial y además, ni siquiera tenía la forma de una mujer. Ella, un día cambio su forma de cantar. Dejó embelesados y paralizados a todos, lo que aprovecho para dar saltos repetidos en el agua, midiendo a la perfección la fricción con esta, hasta saltar de su lagunilla al de las amables ballenas, y luego, al área de los delfines para quedar a un paso del recinto del gran reptil alado. Este hechizado por las ondas sonoras quiso extender sus alas, pero las cadenas con las que estaban sujetas lo impidieron, pero logró lanzar de su gigantesca boca, su abrazo incandescente que envolvió a la sirena, unos segundos antes de que le sonriera por su próxima libertad.
Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram
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