Mientras me duchaba descubrí aquella cicatriz en el brazo izquierdo. La molestia fue mínima: un breve ardor cuando pasé el jabón por ella. De inmediato comencé a pensar cuándo me podía haber lastimado. No era nada para alarmarse: apenas una línea que misteriosamente había cicatrizado sin que me diera cuenta.
Busqué en mis camisas algún desgarro (en la semana había usado la blanca, la celeste, la gris claro), pero estaban intactas.
Al otro día sentí otra pequeña herida en la espalda. Fue el agua tibia la que me alertó sobre esas dos pequeñas rayas que me surcaban debajo del omóplato. El espejo me enseñó su triste paralelismo; en una de ellas había una pequeña gota que ya comenzaba a oscurecerse.
Consulté a un dermatólogo; me dijo que mi piel estaba perfecta. ¨El problema es otro´, puntualizó. Y luego dijo la palabra comodín de nuestros tiempos: psicosomático. A la semana un médico me derivó al psiquiatra.
Me han dado pastillas. Pero las heridas prosiguieron a lo largo de seis meses su derrotero.
Un día comenzaron a descascararse y detrás de cada lastimadura surgió una piel más blanca. Cuando aún estaban las oscuridades de la sangre, todo era una confusión. Ahora, en cambio, parecía haberse formado el dibujo de un rostro indefinido: ¿una mujer, un hombre, un niño...?
Todas los noches, antes de ir a dormir, me dedico a estudiar esa imagen: me voy leyendo como un filólogo frente a un papiro. Por ahora es en vano: con asombro no exento de tristeza me hallo frente a un idioma incomprensible.
Acerca del autor: Cristian Mitelman
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