Al principio se hubiera podido decir que la campaña de la Organización Mundial de la Salud había tenido éxito completo, total, apabullante. La eliminación de las cucarachas domésticas era un hecho incontrovertible, al menos en las estadísticas.
Nueva York, de ser la capital mundial indiscutida de las cucarachas había pasado a ser un mero villorrio; en Estambul ya no se encontraban las malditas cucarachas de Sinople; en Buenos Aires la belga estaba sólo en algunos libros de nostalgias y la famosa cucaracha de quirófano, reina en varias capitales de la India y Pakistán, había dado lugar a frascos de insecticidas obsoletas. Fantástico. Era para exclamar, en rigor.
La campaña fue consistente, dura, casi penosa para los habitantes tanto de Barcelona como de Tombuctú y no menos para los de Hong Kong que para los de Malasia y los de la lejana Australia, más allá de algunas características especiales con cucarachas muy raras, como la pico de ibis o la de orejas de canguro, y todas esas mezclas zoológicas que tienen por allá. Dura pero sencilla como la tabla del dos: no dejar comida suelta.
Los mercaderes callejeros protestaron y protestaron en México los vendedores de carnitas y quesadillas, pero se impuso el bien común y las ciudades comenzaron a parecerse todas a Vancouver y a Estocolmo por afuera y por adentro. Las cucarachas, entonces, al quedarse sin comida emigraron al campo pero allá las esperaba lo peor. En los establos, las granjas, las plantaciones y sembradíos, los humanos habían previsto el cierre completo, total, absoluto, de granos, comida para pollos y afines o de cualesquiera tipos de alimentos balanceados o cereales, incluso hasta habíanse instalado controles sanitarios de gotas de leche derramadas. Todo bajo control: “cucarachas fuera”, había sido el lema y por una vez la Humanidad en su conjunto aceptó y jugó el juego de la OMS; y ganó. Hasta en Mongolia se reportó un nivel extraordinariamente bajo de blátidos: nulo. Cero total, nada.
En la ONU todos estaban felices. Ningún bicho se comería ahora los sánguches que esperaban en la oscuridad a que los comensales terminaran sus discursos sobre la paz mundial que habían comenzado en el 47, 48 y seguían hasta bien entrado el siglo XXIII. ¡Qué suerte! “No more Cockroaches” rezaba un cartel gigante en Times Square. De las 4467 especies de blátidos, se decía que sólo quedaban dos o tres, algunos en regiones aisladas en el Tibet, en Amazonia y en las alturas de las mesetas de Sudáfrica. Al máximo, se calculaban en 11 las sobrevivientes y todas ellas sin contacto con humanos de ninguna nación. Un alivio para la salud, un triunfo para la Humanidad. Por una vez, el acuerdo había resultado exitoso.
Pero hubo un pequeño problema. No contabilizaron bien. Hubo una cruza que se escapó a los entomólogos, mitad Blattella germanica, mitad Blatta orientalis. Tozuda, pequeña, fuerte. Se especializó en comer pelos de humano primero, luego pedazos de piel que desechan estos (provocando no pocas deflaciones de colchones en el mundo). Con el tiempo, no sólo comieron ratones sino que mordisqueaban subrepticiamente a la gente en el subte, en su trabajo sentados a la mesa de los ordenadores, a los asistentes a partidos de béisbol (tan sentados ellos). Algunas quejas por zapatos desaparecidos no inquietaron a nadie más que a sus poseedores en Irlanda y en algunas ciudades de Chile, del Sur de Chile. Nadie pensó en las cucarachas.
Cuando apareció el primer cadáver de un indigente en Honkji, empezó una cierta preocupación, sobre todo porque del cadáver sólo quedó la ropa y el testimonio de sus compañeros acerca de que no hubiera salido sin ellas en pleno invierno y que nada tenía. En China una persona es buscada hasta que se encuentra a sus familiares o a sus restos. Ni lo uno ni lo otro sucedió en este caso. Nada. Misterio. Aun con el caso abierto, el Inspector General Huo Xi decidió investigar y por las redes sociales que monitoreaba diariamente fue enterándose de casos similares en la Rusia de los nuevos zares, en los antiguos llanos de La Rioja y a orillas del Guadalquivir.
No se le escapaba nada al policía, tenía mejor olfato que las extintas cucarachas y, aunque al lector ya la pista le haya sido dada, es digno de saberse cómo él resolvió todos los casos, incluidos el de algunos jíbaros que se decía en Perú y Ecuador que habían aparecido cubiertos de élitros esclerotizados de colores raros y extravagantes.
A los trece años de estar casi a punto de declarar la epidemia de las cucarachas domésticas extinguida, los cerebros de la comunidad internacional se desayunaron con que las ladinas bestezuelas se habían adaptado a comer restos y luego vino una rápida aparición de hexápodos carnívoros, en particular antropófagos. No es este informe un lugar adecuado para dar detalles de cómo los blátidos acometían su tarea, podrían ocurrir desmayos entre los lectores.
Lo que sí es necesario aclarar que el Inspector a cargo tuvo que soportar varias de esas experiencias, incluso en su familia, un poco antes de que lograra que la ONU declarara la emergencia acerca de este nuevo peligro. Tarde: las especies de estos horribles bichos, sin contar las voladoras ya asciende a 7311.
Acerca del autor: Héctor Ranea
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