viernes, 7 de junio de 2013

Viajes interconectados - Raquel Sequeiro


El ladrón escuchó ruido detrás de la puerta. Mathiew estaba escondido al fondo del parque. El corredor estaba vacío. Ella nunca supo que no era su hijo. Voy a contarles tres historias, una no completa la otra. Nada sucede que no tenga que ver entre ellas, a mí me sucedió, cobren lo que puedan:
Jacinta se limitó a sonreír, curioseando entre las camisas de su marido. Otra marca de carmín, y otra, y otra, puede que fuera venganza, Matilde ya estaba harta de las infidelidades de su marido y lo daba por fenecido en ciertos aspecto pueriles. Lo curioso de este caso, estriba para mí, en que son los machos los que pueden procrear. Jacinto Raimundo tiene tres hijos, su vecina Jacinta que pasea al perro a menudo está enterada de todos los detalles del affair con Margarita, La dama de las Camelias. Terminará por morir de tuberculosis, en el final, si este planeta no fuera de seres tan inestables y extraños: Jacinto murió plácidamente en su cama a los 80 años. El corredor de la casa estaba vacío. Planeta dos: Curioseo a través de una ventana. No soy dios, podría serlo, mirando a través de mi claraboya, o un cíclope. Podría ser Superman o Catwoman. Género no tengo ninguno y no traten de buscarlo porque es infructuoso, el único género que detento es el de voyeur, y, como decía, galápagos hay muchos, el tipo del parque era una tremenda mierda cetrina en su comunidad, un apestado, un paria, consumía todo lo que quedaba en la basura. Tenía siete tentáculos, dejaba un rastro de baba entre las hojas y se escondía al fondo. Puede que se trate de un marsupial-caracol- cefalópodo. No hay muchos y se ha empeñado en contaminar ese astro en particular en el que viven en armonía y concordia. Se llama Mathiew. (He indagado). Con mi bote de remos plegable a cuestas, subí a una ciudad no menos increíble que las otras. Subí cien mil escalones para llegar a la cúspide del celestial monumento que la coronaba. El ladrón escuchó ruido al otro lado de la puerta. No sabe que puedo leer la mente. Ahora estoy acomodado en mi sillón.
En las postrimerías de mis años dorados, me dediqué a escribir mis memorias, ella nunca supo que lo había hecho, mi hija murió mucho antes, víctima de una leucemia. Yo estoy muerto desde 1942. Nada era fácil por aquel entonces, y menos para un niño pobre, que además tenía arena en los bolsillos y polvo en lugar de sesera. Terminé atracando un banco, uno de los grandes. Me atraparon en el quinto atraco, y eso que burlar las medidas de seguridad de por aquí es una labor de titanes. Escribo, y Violeta se empeña en mirar la claraboya, fija en el techo. Deduzco que a mí me sucedió lo mismo cuando esto empezó, que terminé, o empecé, embobado a mirar las luciérnagas de luz y luego los gusanos, y las doradas mariposas. Los mundos se abrieron y no dejé de viajar. He visto galaxias, planetas, satélites con nombres raros, mundos alternativos que viven en una única dimensión, agujeros de gusano que te llevan a lugares sorprendentes, historias de leyenda, personajes de cuento y villanos. A esta hora mi adorada hija se habrá despertado, abriendo sus ojos de azucena, tan pálidos como la nieve. Es una perra de ojos blancos de dudosa procedencia. Mi nave va a la deriva. Mi compañero parlotea.
-Oye, amigo, la nave se quedó encallada entre dos tormentas siderales. Es espectacular la cantidad de protones con esa carga que hay por la galaxia.
No le escuché o no me importó escucharle. Cereza duerme en su cuna, la futura hija que mirará la claraboya cuando yo no esté e imaginará verme escribir.
-¿Y, cuando murió el abuelo, le entregaron la medalla?
-Sí –contestó.
La medalla no es ajena a nuestra raza, no es habitual usarla ahora. Visten de blanco, livianos, etéreos… Espero que me cobren lo que puedan a mi paso por el puente, que no me las cobren todas a placer, porque, entiendo, los guardianes del templo tienen que hacer su trabajo -me cobran un trocito de alma pequeño-. Ahí está la pequeña niña que se llamará Cherry (Cereza), que vivirá en Nueva York y será diseñadora, de las célebres, algo así como Coco Chanel, pero sin mentiras, con muchos viajes que se le aparecen desde que miré a la claraboya. Es inconsecuente explicar que me escurrí hacia ese lugar entre el sueño y la nada, la realidad y la fantasía. Observa, lector, que no puedo contarte mi historia mejor de lo que la he contado. Yo y mi padre vimos lo mismo, fuimos abuelo y nieta, puede que fuéramos amantes (incestuoso y obsoleto). [Año 1343 de la dinastía egipcia XVIII. He dejado muchas épocas y pienso quedarme aquí, bañada en leche de burra, comiendo dátiles en el triclinio, con el cabello afeitado. Se mezclan tanto las épocas que…]
Violeta mira la claraboya, nadie sabrá nunca si es superior su imaginación o la mía.
-¿En un mundo de qué, hija? –Tiene el pelo alborotado y salta de la cama hasta el sillón.
-En otra vida fui un gato-. Con veinte años ya se permite decirme lo que quiere. Soy tan inusitadamente viejo que la dejo hacer. Reclinada la cabeza en mis rodillas, ella nunca supo que lloraba.
Y el tipo en la nave sigue parloteando. A mí me sucedió que recuperé a mi hija después de diez años de vagar por mundos y ciudades desconocidas. Cobren lo que puedan de ella, el resto de la historia es absolutamente ilusorio.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

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