“No se puede llegar a ningún lado si uno no sabe a dónde va” me dijo este señor una tarde, “uno irá aquí y allá, pero todos los lugares parecerán un error.”
A los cuarenta y tantos él aún no sabía a dónde iba. No podía decidir qué vida deseaba vivir… si la de un bohemio sumergido en su arte, la de un padre de esos que son dos remos: compinche y ejemplo, la del marido estoico que se conforma con unas salpicaduras de placer y distensión entre oleada y oleada de frustración.
Todo lo tentaba por igual y lo aburría al tiempo. Cada meta que alcanzaba, cada proyecto que realizaba lo agobiaba luego y sentía unas irremediables ganas de huir.
Sólo una cosa se mantenía constante en su vida y en su deseo: la imponente gracia del mar.
Quizás porque jamás sería suyo. Acaso porque era cambiante, incesante, libre, ingobernable… Tal vez porque era eterno ante los ojos humanos… y al igual que él, nada se le resistía… y al igual que él, iba y venía sin rumbo…
De más joven le gustaba ponerse en manos del mar y que éste hiciera lo que quisiera con él. Se dejaba arrastrar mar adentro para ser devuelto luego en violentas roladas contra la playa. Flotaba, si no, calmo, mecido inquietamente, sin ritmo alguno. En sus treintas se pasaba largas horas hipnotizado por los cambios de la marea, por la espuma deshaciéndose en girones, volando por el aire, impulsada por el viento, por la música de las olas estrellándose incansablemente y levantándose de nuevo… ese mantra ensordecedor que lo empujaba hacia sí mismo.
A veces sentía que así como un cura oye el llamado divino, él había sido convocado por el mar.
No hallaba mayor paz que la que le brindaba la pasiva contemplación, la respiración salina y el aliento feroz de ese coloso, que estaba vivo y a la vez no lo estaba. Aquello que era inalcanzable aun cuando se lo podía palpar, respirar, tragar, hundirse íntegramente en él.
Todo cuanto deseaba, dentro del borde del mundo (fuera del domino del mar) le era concedido sin mayores trabas. Ya lo había pedido casi todo y lo había obtenido… y también lo había aborrecido.
En los últimos años se había encendido dentro de él una obsesión que lo volvía loco: cuando estaba sentado en la arena oía las mil voces del mar, entremezcladas gimiendo, aullando, ululando, superponiéndose unas a otras sin que llegara a descifrar qué decían. Había un mensaje… o una clave. Adivinaba una respuesta a sus angustias, un final a su continua crisis de identidad, una brújula susurrada por el mar, para él.
Y cuando dormía se soñaba en el mar también, subiendo a una barca, alejándose de la costa.
Una noche larguísima de invierno se adentró más en el sueño. A medida que se alejaba de la orilla, las voces de las olas rompiendo contra la arena y los riscos se iban apagando de a poco. Iban desapareciendo una a una, sofocándose sus sonidos con la distancia, hasta que sólo una quedó reverberando empecinada. Fue entonces que se dio cuenta de que todas decían lo mismo, repitiéndose en un eco que distorsionaba el mensaje, manteniéndolo oculto en el tumulto auditivo.
Se despertó con ese murmullo en la cabeza. Pero claro, quién sabe qué lengua habla el mar?
“Aham kaH”, así le sonaba. Aham kaH.
Persiguió esa cacofonía como un demente. Le preguntó a cuanta persona conocía si le sonaba familiar. Lo escribió de diversas maneras y lo buscó en diccionarios en tantos idiomas y dialectos como el mapamundi le indicara que había en los países de nuestra Tierra. Se dedicó luego al latín, al griego y a las runas. Finalmente incursionó en la mitología y el folklore. Aham kaH… un trabalenguas… un enigma… un acertijo vital que no podía resolver. Cuanto más lo eludía la respuesta, más lo apasionaba la búsqueda.
Pasados los cincuenta años decidió que tal vez estaba en la orilla equivocada y se fue a escuchar el mar a otras playas, pensando que en alguna pudiera encontrar el mensaje hablado en su propio idioma. Pero en Málaga como en Palma, y en Palermo, en Patrai, y en Iráklion, y en Alexandria, el Mediterráneo le decía lo mismo que el Arábigo y que el Rojo y que el Caspio. Lo mismo exclamaba el mar de China que el que exhalaba en la Bahía Bengalí. No le arrancaba al mar de Okhotsk una resonancia distinta de la que le llegaba del Báltico. Se concentró en escuchar los demás mares de las Américas entonces, volviendo a su casa con los ojos llenos de los miles de azules: brillantes, opacos, marinos, espejados, y de verdes, esmeraldinos, u oscuros, o salpicados, o transparentes, y blancos prístinos o llenos de yodo, y platas y oros, ya fuera que los rielaba la luna o el sol de mediodía o el del ocaso. Volvió con las narices plenas de múltiples combinaciones de salitre y dulzores de flores, de frutas maduras, de los aromas de las comidas que en cada lugar se preparaban.
Todo esto lo vivió con gran placer pero asomaba siempre en la comisura de su sonrisa esa voz, ese ruego, esa imperativa demanda del mar… Aham kaH…
Sin la sensación de triunfo, de conclusión, que ansiaba, todos los viajes le resultaban inconclusos.
Era un hombre viejo ya cuando yo lo conocí en San Bernardo, y me contó esta historia al verme sentada en la arena, totalmente sobrecogida por el espectáculo magnífico del mar. Nunca me canso del mar. Siento que en sus aguas, en su sal, en su declamación y en su tempestuoso vaivén está la esencia de mi alma.
—¿Aham kaH? —le pregunté—, significa “¿Quién soy?” en sánscrito.
El hombre me miró con incredulidad y comenzó a reírse con una placidez y una satisfacción que nunca logré antes con ninguna traducción.
Cuando se alejó de mí, todavía se reía, y hacía como que no con la cabeza.
Acerca de la autora: Virginia Cortés
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