Safari en Lima era el negocio de moda en la ciudad. La idea de instalar un restaurante especializado en platos keniatas había sido un acierto. Tanta era la demanda que la única forma de asistir era previa reservación días antes. La idea gastronómica surgió de los gustos culinarios de su propietario, el señor Jorge Masías de Raygada, conocido como “El African”. De adolescente había pasado algunos años en Mombasa, en donde su padre fue cónsul de Perú. Allí, pudo disfrutar de imponentes escenarios naturales y aprender aspectos de la cultura masái, incluyendo sus extraordinarios potajes.
Para la alta sociedad limeña él era un empresario de treinta años, rico, culto, filantrópico y algo excéntrico. Lo observaban movilizarse en autos cuyos exteriores imitaban la piel de las cebras o el hermoso plumaje de aves coloridas. De vez en cuando le gustaba sorprender a los suyos imitando el poderoso rugido de un león hambriento. En su establecimiento la música de fondo que acompañaba a los clientes era el redoble de tambores tribales. También llamaba la curiosidad el atuendo y rasgos de sus trabajadores, ellos hubieran sido perfectos como extras para una película de Hollywood, de esas que ya no se hacen, en las que un explorador europeo del siglo XIX se encontraba africanos no contactados por occidente.
Todo iba bien hasta que un cliente lo acusó de haber encontrado las dos falanges de un pulgar humano en su comida. Los medios de comunicación amarillistas dijeron, directamente, que vendían carne humana y ya apostaban por sentencias judiciales drásticas. Ese día, él solo recordó que hacía veinticuatro meses, cuando constituyó el negocio, le había comentado a un amigo peruano que en Kenia le habían advertido que cualquier receta alimenticia que saliera de sus fronteras no podía alterarse bajo ninguna circunstancia o la vida del osado sería un infierno.
—No señor Juez, toda nuestra carne es importada del África y es sometida a un estricto control sanitario, tanto en Nairobi como en Lima.
—No señor Juez, nuestra personal es entrenado, no me explico por qué la dependencia de salud indica que no era carne animal. Era de cebra y de tapir, punto. O es un terrible error de ellos o es una vil conspiración de la competencia en mi contra. Ya sabe que nuestros compatriotas no perdonan el éxito. Pido un nuevo peritaje y por especialistas renombrados que propondremos las partes.
—No, el canibalismo ya no es una práctica en Kenia; y me reservo el derecho de llevar a la justicia a quienes vinculen a eso.
Antes de acudir a una segunda audiencia judicial y mientras se cambiaba de ropa seguía pensando en las instrucciones que le dieron sus abogados. Que negara todo, que nada le pasaría y el caso sería cerrado. Y eso fue lo que sucedió.
Más tarde, de regreso en su inmenso restaurante, se miró de cuerpo entero, contento, en el espejo que tenía en su oficina. Había triunfado en el juzgado, y es más, litigaría con el ministro de salud por difamarlo. Hasta le gustaría hacerlo por lucro cesante, pero la verdad es que nunca vio disminuida la demanda de los servicios culinarios, así que apenas sería por daños morales. Cuando, de pronto vio, además de su imagen reflejada, una fantasmal flecha de madera con punta triangular que como en cámara lenta se dirigía a su espalda, para disolverse antes de llegar a esta. Se dibujó la satisfacción en su rostro. De ninguna manera pensaba en innovar o fusionar con los ingredientes peruanos las fórmulas keniatas. Las recetas tradicionales se respetan y él seguiría importando carne humana de primera, ¡Claro está!
Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram
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