sábado, 1 de junio de 2013

Se tarda mucho en morir de hambre - Fernando Puga



La vida es algo más
que un simple plato de comida
Eladia Blázquez
...
Dejaré de comer. Al despertar lo supe. Nunca volveré a comer.
Ya no más esos suculentos platos que Ana prepara con tanto entusiasmo. Unas paellas que ni te cuento. Comida valenciana de lo mejor: arroz al horno, mariscos en incontables preparaciones, conejos y pescados exquisitamente adobados. Le viene de los padres y es su manera de sentirlos presentes; reproducir esos sabores de la infancia. Indudablemente resultó una buena alumna y el toque personal agrega una pizca indescriptible como el aroma de su piel de leche.
También tendrán que terminar los habituales asados de Daniel con sus chorizos, morcillas, achuras varias, tira de asado, vacío, entraña… O bondiola de cerdo, cordero. Él, tan meticuloso, tan dueño de esa parrilla donde despliega su arte. Un fuego preciso, un tiempo de cocción para cada cosa, una puntualidad admirable. ¿Y en el horno de barro? Esas empanadas salteñas o tucumanas, esas pizzas. Para chuparse los dedos. Chivitos, lechones, pollos horneados a paso lento, sabrosos como el amor al sol y el olor de la tierra.
Y a no olvidarse de las pastas, especialidad dominical de las amas de casa porteñas. Esa tradición italiana tan arraigada que logra reunir a la familia a pesar de entredichos, malas caras, reproches o desprecios. Ravioles, tallarines, ñoquis y sus variaciones más sofisticadas de los últimos tiempos: sorrentinos, fucciles y lasagnas. Con esas salsas abundantes: tuco, bolognese, scarparo, pesto o cuatro quesos. ¡Mamma mia! ¡Cuántos atracones a lo largo de los años!
¿Y qué otra cosa habríamos de beber para acompañar semejantes bacanales? Vino, por supuesto. Un campo del saber donde florece la competencia masculina. Que si el cabernet es muy fuerte para acompañar un pollo, que si el malbec va mejor con el asado o el rosado con la carne de cerdo. Los bodegueros han desarrollado tantos varietales, tantas específicas combinaciones para cada gusto, para cada tipo de comida, que día a día se nos abre un nuevo mundo y brinda el paladar con cada descubrimiento, goza alucinado y se nos pierde la razón en el laberinto del placer vinícola.
¿Me olvidaré acaso de las picadas introductorias? Salamines, quesitos y berenjenas, maní, papitas y aceitunas. Al escabeche, al ajillo, con pimienta, salados, tostados… Deberían bastar para llenarnos, pero son sólo la entrada de pantagruélicos banquetes.
¡Y todas las clases de ensaladas para acompañar! Luminosas lechugas, rúculas y radichetas. Pipones tomates. Porotos a la provenzal. Ajíes en vinagre. Un juego cromático que alimenta los ojos para no dejarlos afuera de tamaña algarabía sensorial.
¿Y los postres? ¿Cómo pasarlos por alto? Esos merengues explosivos, crema, chocolate. Coloridas ensaladas de frutas. ¡El flan casero con dulce de leche! Una cumbre en el menú de nuestra libertad. Sencillamente tocar el cielo con las manos.
Termina la comida y los hinchados sapos nos desmoronamos en sendos sillones. Sólo falta el café y la copita de licor.
Ahora sí. Ponemos punto final y los ronquidos invaden la casa. Al despertar miro alrededor, los veo y me veo en ellos, mis compañeros de comilonas, y sonrío. ¡Se nos ve tan satisfechos! Podríamos morir en este instante, tanta es la felicidad que nos envuelve.
Pero hoy es la última vez que me sumo a este rito pagano. Ya es hora de pensar en el futuro y desandar el camino del derroche.
Abandono.
Yo quiero vivir cien años.

Sobre el autor: Fernando Puga

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