martes, 11 de junio de 2013

La novela del capitán – Héctor Ranea



Al cabo de un rato el manuscrito de mi novela, el cual había dejado perfectamente acomodado en la mesa de la cocina, estaba desordenado. Como no había nadie más en la casa, comencé a preocuparme.
El capitán Hoverland había sido asesinado antes casi de comenzar a narrar por qué habría de ser eliminado. Ya en la segunda página el silencio de Melody se anticipaba a cómo sería su vida después de que la violara su novio de la juventud, aunque esta tragedia debería ocurrir en la tercera parte de la novela, anteponiéndose al descubrimiento de Galileo, el nuevo satélite de Mercurio, por el profesor Gunner, bisnieto del explorador de las posesiones de Hoverland. Mientras leía esa versión desordenada, me daba cuenta de ciertos artilugios que nunca hubiera escrito, que hacían de la misma un engendro completamente transido de espasmos y golpes bajos vomitivos. En eso, la hija de Hoverland le saca un cigarrillo a Petaca Roberts, mi personaje favorito, una mujer de carácter bravo, poco propensa a las bromas y ésta le tira un beso.
—¡Yo no escribí eso —me enojé—. Petaca siempre fue el paradigma de alguien sin inclinaciones sexuales. ¡No veo por qué ahora las tiene! —pensé.
Me pongo a reescribir la novela en un ataque de furia loca.
En la primera parte el pasado de Hoverland lo condena. Pongo al personaje que lo matará casi sin decirlo. La escena me surge espontáneamente. Esa parte es una de las mejores pero, cuando la saco de la máquina me ataca la desolación. Ahí estoy escribiendo casi con carteles luminosos para señalar de forma evangélica quién será el homicida, que es Petaca, claro.
Y ahora que lo dije, ¿qué? ¿Cómo piensan que se venderá una novela en la que de arranque se sabe quién será el que matará a Hoverland y a Petaca? ¿Petaca, muerta?
—¿Quién fue el asesino? —grito, fuera de mí.
No tengo idea de lo que está pasando. No tengo tiempo de tomar ningún reaseguro. Miro en la memoria de la máquina y la novela sigue intacta pero con todo cambiado. Comienzo a dudar de mí. Seguramente pienso una cosa con un hemisferio y sale otra por el otro. Pienso con el izquierdo un argumento y el derecho se desacopla y comunica otro. Eso es terrible para ser novelista. Tan parecido a la muerte es esta lucha de personalidades que prefiero no pensar más en la novela.
Me voy a preparar un café. Mientras aguardo que el agua se caliente en la pequeña caldera del aparato, miro por la ventana y veo el suelo del patio lleno de escamas blancas. Me acerco a ellas, las toco: son como granos de sal, pero grasosas al tacto y el olor es inconfundible. Es caspa de murciélago.
—¡Mal paridos! —grito de nuevo—. ¡Ustedes me están arruinando la novela!
No se escucha nada más que el agua negra del café manchando la cocina al salir a borbotones. Corro a apagar el fuego. Escucho una voz detrás de mí:
—Te equivocas.
Me doy la vuelta
—¿Quién... —me detengo en seco.
Ahí, sentado, orondo está un vampiro. Fulero de ver, más de oler.
—Soy yo solo, no hay otros. Quiero escribir una novela y la tuya me pareció interesante, pero poco atractivo el desarrollo. Si quieres hablamos ¿me sirves un café, por favor?
Un café no se le niega a nadie, así que se lo acerqué. En efecto, la caspa era de él. Hablamos bastante: no tenía malas ideas, sino mala técnica. Después de unas cuantas duchas logré sacarle ese olor de encima y, con ropas de mi ex, quedó hasta atractivo.
La novela quedó bien, después de los arreglos. Me hice famosa y empezamos una sociedad que lleva más de... bueno, eso mejor no lo digo.

Acerca del autor:
Héctor Ranea

No hay comentarios.: