Yo sobreviví a pesar de la radiación. Antes de que me encerraran, escuché con alegría que había quedado con vida por lo menos el sesenta por ciento de la población. ¿Fui un cínico por no parecerme tan nefasto? ¡Cómo si no fuera una desgracia sin parangón que hubieran desaparecido cuatro mil millones de vidas! Quise creer que a partir de eso yo era una mejor persona, que había renacido moralmente pero solo deseaba que si hubiera naciones con población casi intacta, estas fueran las latinoamericanas.
No desvarío, recuerdo muchas cosas pero otras no. No sé desde cuándo o por qué estoy aquí. Mi celda es una gruta de muros verdes y ásperos, de una humedad hiriente y de un olor fétido. No tiene barrotes, tampoco puertas, todo es piedra. Una luz artificial que ingresa por unos pequeños agujeros en el centro del techo alumbra una roca grande que viene a ser mi cama.
Tal vez Hollywood acertó más que los historiadores y sociólogos y ahora este sea un mundo distópico de hombres acunados entre los brazos del dios de la guerra, de vagabundos iracundos con la piel desgarrada caminando por nuestras ciudades.
Pero, ¿qué tiene que ver esto para que yo esté retenido aquí? ¿Quién puede ser tan tonto para ser un cancerbero en estos momentos de paz y reconstrucción? Quizás la radiación haya tocado las conexiones eléctricas de las neuronas de mis captores y enloquecieron, y yo con ellos.
No me reconozco como escritor pero estoy aquí deseando tener algo afilado para cincelar mis pensamientos en estos muros desiguales. Quisiera poner mensajes de concordia ¿Habré sido un retro pacifista? No lo sé.
Solo un plato con una pasta insípida y un vaso con agua de sabor amargo me mantienen vivo. Los pasan por una apertura cavada a ras del piso. ¡Malditos! ¡Odio esa horrible rendija!
Esta mañana, por la hendidura llegó el sobre. Volví a recordar todo: fueron los progresistas de América del Sur y sus inesperados aliados izquierdistas (cómo es la desgracia o la ambición: une a perro, pericote y gato) los que decidieron el plan de ataque.
Un día estaba en Lima, en el centro de comando, cuando me di cuenta de que ya no bombardeábamos objetivos estratégicos sino lo que sea, hasta lagos y bosques. ¿No se supone que aun en las guerras debe haber respeto?
Sí, ya recordé todo de nuevo. Yo fui el peruano que hace cuarenta años inició y dirigió La Hecatómbica Nuclear. También recuerdo que olvidaré en horas mi crimen y flotaré en un penoso limbo hasta que nuevamente una maldita carta de Sísifo llegue a mis manos.
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