Anco Huallpa había corrido toda la noche, estaba a punto de llegar al tambo de Ollendo, era la última vez que lo hacía como funcionario del incario, por lo que alimentaba a sus zancadas no solo de sus poderosas flexiones sino de su ánimo vital. Sus sentidos estaban totalmente alertas, podía percibir los latidos de su corazón, el cantar de los pájaros que daban la bienvenida al amanecer. En cada milímetro de su cetrina piel podía recibir el acariciante magnetismo de la ciudad fortaleza que estaba detrás, Machu Picchu. Mientras, gozaba con el aire frío y penetrante que apenas permitía que sude. Alzó la mirada hacia el firmamento estrellado; reconoció en un pequeño astro, su hogar, y eso lo reconfortó. Se sentía agradecido de servir a un inca, lo había llegado a ver, pero nunca pudo dirigirle la palabra, bajo pena de perder su vida. Sabía que no era el glorioso Pachacútec, pero no le había sido posible escoger otro gobernante en la línea de tiempo espacio.
Sus pensamientos seguían sucediéndose, él retornaría a lo que hacía antes y, sus pasos por los cuatros suyos del gran imperio quedarían como una experiencia que contaría a sus hijos cuando los tuviere. Bien habían valido todos los peligros, el tiempo sin ver a su propia gente o incluso la severa herida que sufrió por una cachiporra cuando llevaba un mensaje en plena batalla.
—¡Chasqui llegando!, ¡Chasqui llegando!, lo anunciaron desde el tambo.
Sus reflexiones se interrumpieron. Su relevo en la posta lo esperaba afuera de la gran construcción de piedra. Tras un brevísimo saludo, Anco Huallpa le entregó un paquete envuelto en un tejido de fina alpaca para que siga su destino. La emoción lo embargó y rápidamente ingresó al tambo, para evitar que vieran como se le escapaban unas lagrimas. Su administrador, Tocay Jatun, lo invitó a pasar a una habitación de descanso. Tomó bastante agua, se aseó y cambió de ropa. Luego pasó al ambiente comunitario. Le sirvieron una espumosa chicha de maíz y una estupenda ración de charqui de llama con papas y quinua. Lo que degustó lentamente, sabiendo que ya no tendría otra oportunidad, ya era la hora de dejar la Tierra.
—¿Cómo estás Anco?, le preguntó Jatun con auténtico interés.
—Sabes Tocay, algo triste, recordaré al Qhapaq Ñan, piedra por piedra y más.
—Bueno, así debe ser, es una gran obra de ingeniería. Te conozco solo desde hace dos años y no puedo imaginarte en algo distinto a correr, aunque tienes veinticinco de edad, superas a los jóvenes, eres especial. ¿En el tiempo que anduviste por el Tahuantinsuyo no le tuviste temor al odio de los pueblos, a los que hemos sometido?
—Tocay ¡guarda tu vieja lengua o acabarás como los peces que sacamos de los lagos! Aunque creo que de muchos caseríos si pudieran hacerlo, hoy mismo nos matarían y recuperarían sus huacas retenidas en el Cuzco.
Anco podía leer con su poder mental los pensamientos del otro, lo que lo entristecía. Le hubiera querido advertir a aquel hombre de alguna manera, el Imperio se sostenía en plumas de aves que volarían con el primer vientecillo. Pero no sabía cómo. Se sintió egoísta y desagradecido, pero hay reglas que tienen que respetarse.
Espero regrese la noche y se dedicó a trasferir la información del día a su distante bitácora personal, más allá de la vía láctea. Decenas de veces había realizado tal protocolo, pero esta vez, estuvo teñida de una sensación distinta. Que lo descubrieran significaba una muerte segura ante lo incomprensible que sería. En la Tierra él no tenía ninguna protección especial, era parte de las normas a las que se comprometió para que pudiera venir a la civilización humana. Luego durmió y soñó con peces de gigantes de bigotes negros y árboles en enorme verde fluorescente.
En la mañana, se dirigió al ayllu cercano, al hogar del curaca Nami y volvió a oír rumores de guerra interna. Atahualpa no reconocía el poder de su hermano, el inca Huáscar. Recordó que durante siglos ese mundo no había conocido de paz, solo de conquistas y aplastamientos y que así sería por mucho tiempo más.
Con Chimbu Nami, la bella hija del jefe, de larga cabellera negra, ojos pequeños y penetrantes, con quien había estado saliendo desde hacía algunas semanas, fue a la feria de la comunidad. Ambos llevaron exóticas conchas marinas con lo que podrían hacer los mejores trueques. La feria ardía en llamas de vida y color. Se mezclaban los gritos de los niños con la música de las quenas, los olores de los potajes, la fragancia abrumadora de las frutas, el brillo de las telas que se ofrecían, los pájaros tornasolados que se lucían en las vasijas. El dios Inti comenzó a levantarse en mitad del cielo, todos al unísono se detuvieron y levantaron sus brazos hacia los rayos. Luego, prosiguieron con sus actividades. Anco y Chimbu entrelazaron sus manos, mientras el suave viento los acompañaba. Anco recordó los sueños de la noche y los interpretó como la vida natural en el oriente del imperio, la selva apenas explorada. Pero, eso no podía ser para él.
Chimbu, para el asombro de él, deliberadamente le pisó el pie y sonriendo dulcemente le dio un beso de agua miel, era una invitación para que pidiera su mano en matrimonio. El chasqui estelar comenzó a dudar, tal vez no era momento de retornar a su retirado planeta, su tesis de sociología vivencial podía esperar. Ella era tan hermosa y trabajadora, ¿Por qué no quedarse ahí? No sería el primero en romper la regla, y migrar por tiempo indefinido a otro espacio tiempo, finalmente, había otra norma más poderosa, la regla cósmica del amor.
Evitaría que ella sufriera la lucha fratricida inca y el dolor de la conquista española. Sintió que tenían la posibilidad de amar verdaderamente, tal cual, como los hacían los humanos. Luego, miró al oeste, el verde los esperaba.
Sobre el autor: Luis Benjamín Román Abram
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