viernes, 21 de diciembre de 2012

Siglo XXIX cambalache – Héctor Ranea


Si hubieran querido hacerlos peor, probablemente no hubieran salido tan malos. Se les salían piezas en cada oportunidad y eso cuando andaban bien. Asustaban a todos, como si hubieran querido fabricar un monstruo universal, en lugar de un instrumento para mejorar la calidad de vida. Un desastre comercial, además, solo por el hecho de que no servía casi para nada más que para su función original. Es decir, para todo lo que había sido construido era prácticamente inútil, ni qué decir de otras cosas.
Lo peor era que tenían una cantidad exorbitante de estos androides de última tecnología y ya nadie quería comprarlos. Asustaban no solo por el aspecto de borracho o borracho lleno de malos parásitos (u homólogo para su par femenino), sino porque suponían un costo de mantenimiento que nadie podía afrontar. Lo dicho: cada vez que se proponía una tarea, a los semovientes se les terminaban por caer los dientes, aparecían engranajes de aleaciones carísimas mal instalados, perdían brazos o dedos, por no decir que la piel se asemejaba más a la de un chancho con lepra que a lo que se suponía que debía ser.
Para colmo de males, en las últimas campañas de pruebas, habían descubierto que, por alguna razón desconocida, generaban un aliento a mula quemada en aceite de motor y flatulencias en burbujas de aceite de siliconas llenas de un gas corrosivo capaz de quemar los colchones donde se suponía que irían a ejecutar sus proezas.
Los androides que oficiaban de compañeros y compañeras sexuales, los XXX-3CN no servían. Solo por vergüenza había quien no los había devuelto. Una porquería, eso eran.

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