martes, 25 de diciembre de 2012

Fuego en caída libre - Fernando Andrés Puga


Dormía abrazado a la almohada cuando el rayo que se escabulle a esa temprana hora entre las maderitas de la cortina de enrollar rompió el silencio que inundaba la habitación y se le clavó en la cara. El abrazo tibio del sol fue desperezándole de a uno los sentidos buscando que alcanzara la lucidez del despertar. Estiró la mano hacia el lado izquierdo de la cama, buscándola, y no encontró más que destempladas sábanas languideciendo de ausencia.
¿No durmió en casa? Y la pregunta queda boyando en las aguas de su duermevela. Lo confirma rodando sobre la cama y bajando por el otro lado. ¿Se sorprende? No del todo. Aunque es la primera vez que no está junto a él al despertar, hace ya tiempo que la cama está partida, que ella no bebe el llanto de él, que él no insiste en invitarla a volar a pesar de los desplantes de ella. De todos modos, que haya desaparecido sin decir palabra, sin darle oportunidad de despedirse, es una novedad inesperada y ambos se irán dando cuenta paulatinamente de que no todo será igual de ahora en más.
Corre las sábanas y se descubre desnudo, con el miembro erecto. Se incorpora, gira y se sienta en el borde. Sin éxito, tratando de encontrar las pantuflas, los pies tantean sobre la alfombrita. Finalmente inclina su cuerpo hacia adelante y, cabeza abajo, trata de fijarse si no están debajo de la cama. Está oscuro. Busca algo con que iluminar esa boca de lobo y encuentra el encendedor que ella dejó olvidado sobre la mesa de luz. Sin calcular los posibles efectos, lo prende y a la tenue luz de la llamita alcanza a ver las pantuflas allá, en el fondo, contra la pared. Baja de la cama y se acuesta en el piso. Se arrastra y estira el brazo con la intención de sacar las pantuflas. Las trae hacia sí con la punta de los dedos, las toma y vuelve a reptar, ahora para salir del estrecho espacio. ¡Uf! Resopla otra vez sentado en el borde de la cama.
Sabiéndose solo en casa, desnudo como está va a la cocina. Sólo lleva puestas las pantuflas para no sentir el frío de las baldosas. ¿El pene? Parece haber olvidado los sugerentes sueños que habitaron la noche.
Mientras revuelve el café y mastica una tostada untada con el queso crema que ella no permitía que faltara en la heladera, su mirada fija en la ventana habla de lo que siente y así, anestesiado por el monótono traqueteo de un tren a la distancia, se le van los ojos detrás de las nubes que se mezclan entre las copas de los eucaliptos que se balancean, plácidos y aromando la mañana.
De pronto nota otro olor. ¡Mmmm! Es olor a quemado. ¿De dónde viene? ¿De afuera? Se acerca a la ventana, la abre y el frío del solitario amanecer hace que la cierre de inmediato. No viene de afuera y cada vez es más intenso. Se sobresalta al advertir que viene del dormitorio. El humo está saliendo por abajo de la puerta. La abre de inmediato y ve las llamas que rápidamente consumen el colchón y ya alcanzan la cortina y el ropero.
Sin pensarlo entra y la busca entre las sábanas que arden pero no de deseo, entre la ropa que comienza a chamuscarse, bajo la cama donde descubre el encendedor de plástico derritiéndose, en el espejo... Cuando recuerda que ella se fue, que no estaba junto a él cuando se despertó, ya es tarde. El fuego lo inundó todo y le obstruye la salida. Sólo le queda saltar al vacío.
Mientras se le abren las alas y empieza a maniobrarlas con alguna dificultad ve, desde lo alto, y a pesar de lo temprano de la hora, una multitud amontonada en la vereda. Atraídos por el incendio, no hay quien no apunte hacia él con el dedo índice y cara de asombro. Antes de perderse entre las nubes, y gracias a la extrema sensibilidad que parecen tener sus sentidos después del salto, alcanza a escuchar la voz de un niño que le pregunta a una mujer que está absorta mirando al cielo si eso que ya apenas se ve, ¿es un ángel, señora? Ella, boquiabierta, nunca creyó que pudiera ser, pero la evidencia la hace dudar. Por si acaso, no responde. Desde luego todo encontrará su lógica respuesta, pero por el momento se enjuaga las lágrimas y, sin quitarle los ojos de encima al extraño pájaro que se aleja, se pregunta si habrá sido una buena decisión abandonarlo a su suerte esta mañana.

El autor: Fernando Andrés Puga

2 comentarios:

Pablo Copola dijo...

Magnífico cuento, qué bueno. Saludos

fernando andrés puga dijo...

Me alegra mucho que te haya gustado, Pablo. Gracias