domingo, 23 de diciembre de 2012

El sueñero - Isabel Garin


Que era buen hombre don Bartolomé no se discutía. El problema era que  dormía y cuando dormía, soñaba.  Y sus sueños se hacían públicos  y contagiosos,  es decir  don Bartolomé soñaba que amasaba y a todo el mundo  le daban ganas de comer ravioles caseros  y se agotaban las pastas frescas. Si  Don Bartolomé  soñaba que volaba a todos le daban unas ganas irresistibles de viajar en avión, se subían a las terrazas  o a los árboles,  los chicos se iban a remontar barriletes y las señoras abrían las ventanas y las puertas de las casas para que se hiciera corriente,  y se ponían polleras de telas livianas para jugar a  girar y que las polleras volaran dando vueltas.   Y si don Bartolomé tenía pesadillas, bueno, andaban todos sobresaltados, asustándose de su sombra, dándose vuelta para ver si algún fantasma los seguía, escuchando llorar a la Viuda y  dejando la luz  prendida para dormir.
Don Bartolomé  había sido citado por el mismo intendente  para pedirle que por favor durmiera a horas habituales, es decir que tratara de hacerlo de noche, coindidente con la mayoría de los vecinos, en la seguridad de que así cada uno tendría su propio sueño que atender. Pero  de noche Don Bartolomé se desvelaba, se quedaba leyendo o revisando partidas de ajedrez hasta la hora del desayuno,  desayunaba y ahí sí, le agarraba un sueño morrocotudo. Y se iba a dormir hasta las tres o cuatro de la tarde.
Así estaban, don Bartolomé   disculpándose siempre ante sus vecinos con su gracia de panadero retirado,  y la gente  preguntándole,  medio en serio medio en broma, que si estaba con precupaciones o andaba bien de ánimo para saber a qué atenerse. Y más   o menos convivían los vecinos y los sueños hasta que don Bartolomé, viudo de añares,  se enamoró.
Para qué. Casi hubieran preferido  que fuera un amor no correspondido, pero no fue el caso.  Se reencontraron  parejas que se habían separado, pero no olvidado, y se unieron las que habían terminado tirándose los platos por la cabeza. Había que estar detrás de los y de las adolescentes que  no se podían sujetar, y los  abuelos  declaraban sin vueltas que estaban tan vivos como sus nietos de veinte años y por lo tanto querían  salir con tal o cual que les gustaba desde que iban a la escuela, más de medio siglo atrás.
Los desarreglos fueron grandes hasta que le pidieron a Don Bartolomé si no podría irse a vivir  retirado del pueblo. Un poco retirado, aunque fuera. Y don Bartolomé y su amor  se fueron a una quinta de por ahí cerca.  Allí sigue, siguen ambos, y  desde esa ubicación el sueñero apenas alcanza a  perturbar con sus sueños felices y desatados una franja muy poca poblada, la más cercana  a  su casa.
Igual sigue siendo un buen chiste, o desafío,  quedarse un rato en esas cuadras a ver  ganas de qué le vienen a  uno.  Y  los chicos de 5to. año, cuando van a egresar,  tienen como una de sus fiestas de despedida pasar un día y una noche en la quinta vecina, adonde se instalan con carpas y guitarras, esperando que don Bartolomé desayune y luego se vaya a dormir.

2 comentarios:

Pablo Copola dijo...

Qué bello y alegre cuento Isabel. Saludos

Alejandro Abate dijo...

Un bello relato... onírico, de por sí. Me ha hecho recordar en lo temático a un magistral cuento del Gabo titulado: Me alquilo para soñar... que si mal no recuerdo está en sus "Doce cuentos peregrinos". Vale!