viernes, 7 de diciembre de 2012

Appassionata - José Manuel Ortiz Soto


—Con manos así no se hace música, dedícate a otra cosa —sentenció el examinador del conservatorio y dio por terminada la entrevista.

El golpe, duro y contundente, me tumbó. Coartado mi deseo de hacer carrera como pianista, mi vida se escurría por el caño. Me daba lo mismo dormir en un sitio conocido que despertar en otro. Sin importar adónde fuera, siempre sería una más de las sombras anónimas que pueblan los rincones del mundo.
Cierta ocasión que vagaba por el muelle de la ciudad antigua, ante el avance de la tormenta, me refugié en el primer bar que asomó en mi camino. Buscando una mesa lejos del bullicio de la barra, di con un piano abandono en un rincón. Fue amor a primera vista: incapaz de contener la pasión que me embargaba, me senté ante el viejo instrumento, que parecía aguardar mi llegada. “Si buscas trabajo, ya lo tienes”, ofreció el patrón luego de escuchar un par de piezas. “Desde que el otro pianista murió, nadie tocaba esa cosa”. Desconfío de la gente que habla así, pero estuve dispuesto a poner mi arte al servicio de marineros ebrios y prostitutas displicentes, a los que apenas importaban las canciones que berreaban entre tragos. Después de todo, pensaba entonces, ¿qué mejor manera de precipitar mi catástrofe? Sólo debía esperar.
Una noche, mientras recogía las escasas monedas dejadas por los parroquianos, escuché la voz de una mujer a mis espaldas. No entendí lo que dijo, pero gruñí acremente. En respuesta, ella me ofreció su copa. Aunque no estaba de ánimo para complacer a nadie, bebí desconcertado.
—¿Qué quiere escuchar? —ofrecí, volví a levantar la cubierta del teclado.
—Lo que tú quieras —respondió una vocecita salpicada por la tenue gravedad de los cigarrillos fumados.
—Aquí a nadie le importa lo que...
Posó sus dedos en mis labios; los besé. Antes de que ella dejara entrever alguna manifestación de incomodidad por mi acto, dejé que fueran mis manos las que se hicieran cargo de la situación. Del interior del viejo piano comenzó a brotar una gama de sonidos entrelazados armoniosamente por notas que creía imposibles. Era como si mis dedos hubieran cobrando vida propia y se rebelaran contra mí, contra el mundo, contra todo aquello que nos mantenía oprimidos; como si para ellos no existiera más vida que la música, pero en su más pura esencia. Cuando se hizo el silencio, la mujer tomó mis manos y comenzó a lamerlas delicadamente, aspirando con fruición el aroma a tierra húmeda y vegetales que desde siempre las acompañaba.
—No sé qué has hecho conmigo —le dije, y la cubrí con mis ramas.

Sobre el autor: José Manuel Ortiz Soto

2 comentarios:

Miguel Ángel Pegarz dijo...

Preciosísimo.

josé manuel ortiz soto dijo...

Gracias, Cybrghost.

Un gusto encontrarnos por acá.

Un abrazo.