viernes, 7 de diciembre de 2012

Detrás de la barrera - Fernando Puga


En el momento en que el micro cruzaba las vías, comenzó a sonar la chicharra anunciando que se acercaba el tren. Entonces fue cuando nacieron las dos lágrimas en mis ojos y ya no pude ver. Hundida en una neblina de solitario día de agosto, mi mirada no alcanzaba a distinguir con nitidez los objetos y caras que se sucedían tras la ventanilla. Yo sabía que la parada en donde tenía que bajar no estaba a muchas cuadras de la barrera, pero no recordaba cuántas. Hacía ya tiempo que no volvía por aquí. Acertar y descender a tientas del micro no resultaría sencillo. 
Giré mi cabeza hacia la izquierda con la intención de preguntar a mi vecino de asiento. Pretendía que me avisara al llegar a la avenida Rivadavia, pero al querer hablar sólo alcancé a balbucear sonidos guturales sin sentido. El hombre me miró con extrañeza y supe que no lograría hacerme entender con la palabra; un nudo sólido, como de acero templado, se instaló en mi garganta apenas quise volver a intentarlo. Nada salió de mi boca, salvo una baba espumosa como de rabia. Incliné mi cabeza pidiendo disculpas y volví a mirar hacia la ventanilla.
Me levantaré. Iré hacia la puerta de descenso, tocaré el timbre –siempre que esté en el lugar acostumbrado- y descenderé en la próxima parada. Una vez en la calle ya encontraré la manera de resolver este problema. Esta fue la idea que creció en mi mente, pero cuando quise ponerla en acción una fuerza de imán impidió que mis pies ejecutaran la orden. Por más que concentrara toda la energía en pararme, me resultaba imposible.
Vaya situación en la que me encontraba. Sin luz, sin palabras, sin impulso y con toda la lucidez de quien vuelve de un largo viaje. Por lo visto el pasado quería esquivarme; pretendía evitar que mi cuerpo viviera el estallido del regreso.
El micro sigue su viaje un largo rato hasta llegar a la terminal. Alguien se acerca a mí, seguramente el chofer, y me habla. Intuyo que debe estar diciéndome que tengo que bajarme porque llegamos al final del recorrido, pero apenas lo oigo. A través de panales de abeja llega su voz a mis oídos. Insiste. Grita. Me sacude. No puedo contestarle. Sólo unas muecas con mi cara y unos gestos con mis manos. Se va y vuelve acompañado. Entre dos me bajan del micro y me llevan hasta la oficina de la terminal. Una silla me recibe como bulto y a mis pies arrojan mi bolso. El rato que siguió fue eterno; creo que hasta me dormí y en mi sueño un bebé lloraba y sus lágrimas saltaban a mis ojos como notas musicales voladoras.
La cercanía de una mujer logró desentumecer mis pensamientos y por un instante creí que conseguiría captar su atención, pero entre sombras sólo pude notar que tomaba mi bolso, lo abría y revolvía. ¿Quién soy? ¿A dónde debe dirigirse para comunicar mi situación? ¿A quién hay que avisar? Pronto descubrirá que no hay documentos.
En una cama de hospital, inmóvil, sordo, mudo, casi ciego. Apenas luz y sombra y las abejas. Los olores señalan el paso de los días. Hoy manda un penetrante aroma a jazmín. Ha de ser domingo; acaso primavera.

Sobre el autor: Fernando Puga

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