Hay un desierto por delante. Una línea apenas ondulada. A lo lejos, espejismos líquidos.
Voy.
Morral
en bandolera, sandalias franciscanas, raído pantalón, hilachas, camisa a
cuadros que alguna vez fue colorinche y un viejo sombrero que aún sirve
para engañar al sol.
El paso es lento. ¿Lento? No, no creo que
sea lento, más bien un deslizarse sereno sin pensar en el siguiente
paso. Eso es: todo el placer en cada paso, único, sin antes ni después,
clavado en el polvo y sin embargo en movimiento.
Veo algo al borde
del camino. Parece un niño. Parece estar sentado. Dos caballetes
sostienen una tabla y sobre ella, algunas frutas que al parecer el niño
ofrece al caminante. Frutas del desierto. Bajo un cobertizo improvisado,
el niño y este instante.
—Zumo fresquito...— dice en voz muy baja
y acerca con sus brazos un cuenco que rebalsa. Me lanzo sobre el cuenco
y un denso líquido chorrea entre mis dientes.
Se adormece la sed en mis labios, mientras el niño me señala un camino apenas vislumbrado que se pierde entre los matorrales.
Voy.
Y me sonrío.
Hay una mano atenta que despeja el sendero inundado de espinas.
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Fernando Puga
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