jueves, 9 de agosto de 2012

Verdadera historia de la tristeza — Lilian Elphick


 Siendo apenas un niño, Epis Kopal, nacido en las tierras bajas de Utrecht, huyó de casa para convertirse en un navegante de canales putrefactos y, muy luego, en un escalador de olas gigantes, aventurándose hasta más allá de lo que sus ojos podían divisar. Pero esto es mentira. A los 11 años conoce a Glau Komma, ciega de nacimiento, una muchachita abandonada por sus padres en la esquina más sucia de Delft. Epis y Glau entablan gran amistad y juntos piden comida con las manitos extendidas. Nadie se interesa en su hambre ni en sus mocos. A nadie le importa el frío que sienten. Salvo a Ioda Povidona, ladronzuela de día y fatigada de noche, que recuerda en la parejita andrajosa su maltrecha infancia en Odessa.
Cuando Ioda llega al cuchitril con los dos niños, A. Mariya, amante exacerbada y rubia número 5, pone el grito en el cielo manchado de cascarones de humedad.
—Tendrán que dormir en el suelo- ordena.
—Podrían compartir la cama con nosotras. Míralos, Mariya, ¿no son adorables?
—блатная музыка!
Después de tres meses con las madamas, Epis y Glau, intoxicados de tanto vodka, arrancan con la piel más flaca que antes. Corren y corren por cientos de calles, se rompen los pies con las espigas de la sinrazón, caen en trincheras abandonadas, y en las noches les llueven balas locas de viejas guerras, en donde todo futuro fue peor.
Sobreviven a la infamia de sus propios caminos. Glau enferma. Sueña que ve, que sus ojos distinguen otras épocas, otros tiempos, menos solitarios quizás, con pan caliente arriba de la mesa, una madre con delantal blanco, un padre que toca el acordeón, unos hermanos que enganchan sus ropas en los picaportes de las puertas. Y Glau muere con el sol en su mirada, mientras Epis, acurrucado junto a ella, le prodiga las últimas tibiezas y unos sonidos reconfortantes que los intelectuales denominan ‘arrullos’.
Y Epis se hace hombre. Es serio, duro, no lo mueven las piltrafas del hambre ni el lenguaje de las nubes. Y es alto porque la tristeza así lo quiso. Como un álamo desnutrido.
Vuelve a Delft y se hace llamar Ver Maas. Comienza a pintar. Su retrato más sublime es el de una muchacha con turbante, de labios rojos, que parece mirar al centro de toda esperanza pero que, en el fondo, es sólo la comprobación de una lágrima que brilla en el adiós de un lóbulo.

Acerca de la autora:
Lilian Elphick

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