martes, 7 de agosto de 2012

Lamento equino - Héctor Ranea


El Caballo Negro sollozaba en campo de gules y sus blasones en panoplia de finas gualdrapas tapizaban su escaque, mientras exquisitos damascos quedaban congelados en un viento detenido. Pensaba el pobre en sus estudios de sigilografía, sus densos seminarios sobre los lambrequines, las figuras de las tablas de Jerónimo, el trabajo de Tesis sobre los alebrijes y su relación con el súcubo. Lloraba secándose con la chalina de seda de sinople que la Dama Blanca le entregara aquella tórrida noche en campo de azur con estrellas de oro en que el armiño de su piel real rozó el morado de su vientre equino. El Caballo, pensó, es la representación del caballero, la Torre la representación del miedo del atacante. La Reina es el tesoro y a la vez el arma más precisa, contundente y especial del atacado. Es su riqueza en armas, su espíritu en arneses decorados.
—Yo no soy un caballo… Soy el arma de un Caballero. ¿Por qué me rechaza ella? ¿Acaso me creerá de raza plebeya? Estoy cenizo. Mi gules se transforma en vino, en sangre sin otro destino que la desdicha. ¿Por qué me rechaza, la casquivana?
Una figura en gualdrapas carnación y aurora se acerca por detrás de él y tapa los ojos del Caballo con sus manos de líneas de balaje y azur en campo de plata y el caballero en ese instante supremo sueña que es su amada Dama Blanca, la Noche de banquete tras el torneo, quien viene a requerir su presencia en el tálamo nupcial recién inaugurado. Está tan tenso que las lágrimas se escapan por la única de sus armas que no es noble y, en el instante mismo cuando está por pronunciar las aladas palabras para besar apasionadamente a esa amante, ella le dice:
—¡Levantate, salame! Es lunes. ¡Maldito torneo de ajedrez nocturno! ¡Te quedaste dormido otra vez, tarado! ¡Te van a echar del laburo y te juro que esta vez sí te mato!
Cerró sus ojos con infinita tristeza. Sabía que había olvidado de soñar con la Muerte que siempre baña el tablero con su luz sanguínea y la realidad se la venía a mostrar en boca de su amada esposa y este destino sable.


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