Cualquiera podría tildar a un peletero como un profesional
insensible. Su mítico paseo cotidiano y regular por las cámaras
frigoríficas, vistiendo imaginariamente a mujeres indolentes y más
desinhibidos hombres, pasarán siempre por la imaginación de Pedro como
las aventuras de un fabricante de vestidos ensangrentados, de adornos
hechos de ojos de animales sacrificados.
Aunque él fuera el hijo
del peletero, no podría pensarlo meramente como un artesano de tiempos
pretéritos sin endilgarle la crueldad que todo aquel que trabaja con la
muerte tiene que acarrear consigo como un escapulario. Y no lo pensaba
tampoco como un gracioso profesional de ese periodo en el que el deseo
brutal y la codicia hacía, de los fabricantes de pieles, invitados
preciosos a programas de televisión vernáculos, llenos de glamur y de
alegría sin arrepentimientos. Era su padre y lo veía más bien como un
mercader de la sangre y no paraba de denostar su actividad, aunque
tampoco podría evitar ejercerla, ya que de ella vivía.
Él, en
realidad, no quería bajar a la cámara donde se guardaban las pieles,
prefería quedar en la superficie, mirando con asco los sacones, las
estolas con ese suave olor a naftalina que tanto lo afectaba. Prefería
hacer de niño durmiente eterno, cobrando los arreglos, los depósitos en
cámara, las reformas obligadas de tapados y bonetes que iban pasando de
mano en mano por las familias como un precioso diamante.
Con la
fuerza enorme de una explosión al azar, una noche debió bajar a las
heladeras, ya que una vieja clienta aseguraba haber dejado su estola con
una lentejuela especial hecha de vidrio de Murano y que, aparentemente,
se había extraviado. Aunque se negó en tres instancias, la mujer
amenazó con comenzar a gritar y de hecho mencionó que lo tenía
asegurado, que llamaría a investigar el negocio, de modo que Pedro bajó
al súcubo que se tenía prohibido. Al encender las luces, creyó ver las
cabezas de las martas, los armiños, las nutrias gigantes, los corderos
nonatos mirándolo. Pero fue un solo instante.
Todos esos animales
que él había imaginado estaban muertos. Hacía frío, no tanto como
hubiera imaginado, pero el frío era obvio. Vio brillar en el piso la
supuesta lentejuela y al agacharse para alzarla arrastró un zorro
plateado que, al caer, dejó una mancha de sangre en el piso.
Salió
corriendo de ahí, entregó la pieza a la mujer desesperada y comenzó a
cerrar el negocio pero al hacerlo escuchó un rasguño regular, suave y
tímido en la puerta que daba a las heladeras. Huyó despavorido pensando
en el zorro resucitado.
Al día siguiente encontraron al peletero
muerto dentro de la cámara. Pedro descubrió, además, que las pieles eran
sintéticas, que su padre había inventado un hilado perfecto, una piel
artificial estupenda. Nunca hubo sangre en sus manos, excepto la que
ahora teñían sus uñas en la última desesperación por respirar.
Acerca del autor
Héctor Ranea
2 comentarios:
Excelente uso de un tema ríspido y mejor aprovechamiento de la metáfora para poner de relieve los vericuetos de la culpa.
¡Gracias! Un honor ese comentario, Sergio. ¡Grazie!
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