martes, 3 de julio de 2012

Peletero – Héctor Ranea


Cualquiera podría tildar a un peletero como un profesional insensible. Su mítico paseo cotidiano y regular por las cámaras frigoríficas, vistiendo imaginariamente a mujeres indolentes y más desinhibidos hombres, pasarán siempre por la imaginación de Pedro como las aventuras de un fabricante de vestidos ensangrentados, de adornos hechos de ojos de animales sacrificados.
Aunque él fuera el hijo del peletero, no podría pensarlo meramente como un artesano de tiempos pretéritos sin endilgarle la crueldad que todo aquel que trabaja con la muerte tiene que acarrear consigo como un escapulario. Y no lo pensaba tampoco como un gracioso profesional de ese periodo en el que el deseo brutal y la codicia hacía, de los fabricantes de pieles, invitados preciosos a programas de televisión vernáculos, llenos de glamur y de alegría sin arrepentimientos. Era su padre y lo veía más bien como un mercader de la sangre y no paraba de denostar su actividad, aunque tampoco podría evitar ejercerla, ya que de ella vivía.
Él, en realidad, no quería bajar a la cámara donde se guardaban las pieles, prefería quedar en la superficie, mirando con asco los sacones, las estolas con ese suave olor a naftalina que tanto lo afectaba. Prefería hacer de niño durmiente eterno, cobrando los arreglos, los depósitos en cámara, las reformas obligadas de tapados y bonetes que iban pasando de mano en mano por las familias como un precioso diamante.
Con la fuerza enorme de una explosión al azar, una noche debió bajar a las heladeras, ya que una vieja clienta aseguraba haber dejado su estola con una lentejuela especial hecha de vidrio de Murano y que, aparentemente, se había extraviado. Aunque se negó en tres instancias, la mujer amenazó con comenzar a gritar y de hecho mencionó que lo tenía asegurado, que llamaría a investigar el negocio, de modo que Pedro bajó al súcubo que se tenía prohibido. Al encender las luces, creyó ver las cabezas de las martas, los armiños, las nutrias gigantes, los corderos nonatos mirándolo. Pero fue un solo instante.
Todos esos animales que él había imaginado estaban muertos. Hacía frío, no tanto como hubiera imaginado, pero el frío era obvio. Vio brillar en el piso la supuesta lentejuela y al agacharse para alzarla arrastró un zorro plateado que, al caer, dejó una mancha de sangre en el piso.
Salió corriendo de ahí, entregó la pieza a la mujer desesperada y comenzó a cerrar el negocio pero al hacerlo escuchó un rasguño regular, suave y tímido en la puerta que daba a las heladeras. Huyó despavorido pensando en el zorro resucitado.
Al día siguiente encontraron al peletero muerto dentro de la cámara. Pedro descubrió, además, que las pieles eran sintéticas, que su padre había inventado un hilado perfecto, una piel artificial estupenda. Nunca hubo sangre en sus manos, excepto la que ahora teñían sus uñas en la última desesperación por respirar.

Acerca del autor
Héctor Ranea

2 comentarios:

Sergio Gaut vel Hartman dijo...

Excelente uso de un tema ríspido y mejor aprovechamiento de la metáfora para poner de relieve los vericuetos de la culpa.

Ogui dijo...

¡Gracias! Un honor ese comentario, Sergio. ¡Grazie!