martes, 10 de julio de 2012

Con los números primos en la máquina – Héctor Ranea




—Toda curva de crecimiento es naturalmente sigmoidea —dijo el Profesor Pico degli Aldrovrandi, emérito de la Sala cuarta del Claustro primero de Regio Collegium Aureum de Rompiscatole.
—Sí, claro. Y al café lo endulza ser revuelto, por cierto que no el azúcar —replicó Lorenzo de’Tudeschi, primer candidato a Profesor de la Regale University de Roaringtuenis.
—Por cierto —terció Roberto Sánchez Girondo, del Departamento de Objetos Perdidos del Municipio de Montículos Errantes—, si no fuera por el azúcar no habría café.
Los integrantes del Cuarteto lo miraron con extrañeza. Nunca habían confiado en ese advenedizo que decía tener la máquina del tiempo pero nunca la había mostrado.
—La verdad, no me inspiran confianza —les había dicho—; si se las muestro me afanan la idea y ni podría ir a cantarle a Gardel.
Todo esto, a decir verdad, les sonaba extraño a catedráticos tan encumbrados, máxime en el Congreso Intercolegiado, donde se discutían temas tan asombrosos como el viaje en el tiempo y las propiedades edulcorantes de la rotación.
—Pero volviendo a mis sigmoides —insistió Pico— yo diría que en el talón del crecimiento reside el secreto de la propiedad de la rotación que usted tan preclaramente enunció en su sermón de esta mañana.
—¡Ah, profesor, qué gusto me da oír eso! —declaró orgulloso Lorenzo—. Que su Eminencia proclame su interés me llena de honor, loor y laureles, por cierto.
Sánchez los miraba atónito. Se dijo para sí: “Maldita sea mi idea de venir a esconder mi máquina a estos congresos de Patafísicos desquiciados. La próxima vez la escondo en una historieta de Rip Kirby.”
—¿Dijo usted Kirby? —la que hablaba era la cuarta integrante, Lucrezia Borges i Palmas—. ¿Rip Kirby?
—No recuerdo haber dicho nada, salvo a mí —se sorprendió el Bobby—. No seré catedrático, pero sí sé mis derechos. Usted me está robando los pensamientos.
—Vení para acá —dijo la bella Lucrezia—, tomátelo con calma, mi amor. ¿Una frutita de mazapán, cielo? —y le ofreció un ananá diminuto con aspecto delicioso, cosa que para el inventor era irresistible—. Tomá, mi dulzurita. 
Como Sánchez no era catedrático no sabía que para esa época el ananá no había sido descubierto por esa civilización. Murió en el atardecer de 1223, número primo para más datos, unos novecientos cuarenta y siete años antes de haber inventado la máquina del tiempo. ¿Qué cosa, no?


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