martes, 3 de abril de 2012

El maestro de las imágenes – Héctor Ranea


Horwitz Smugglart, de la villa de Burgswald, fue el mejor restaurador de iglesias góticas del principado de Pommegran-Wolvenkirchen durante el llamado Renacimiento de la era Ludovica. Era una maravilla cómo al fin de un lustro las iglesias oscurecidas por el humo de las aldeas relucían como nuevas, con los tonos pastel que él usaba con tanta maestría. Las torres de verde celestial y los cofres de las puertas rosados como pétalos de ángeles eran la maravilla de los pueblos, el orgullo de los ancianos y la alegría de las casaderas y, sobre todo del burgomaestre y el capellán que veían remozada su vieja iglesia al nuevo tono más a la moda.
El célebre restaurador, una vez terminadas las fachadas, la emprendía con el órgano porque, decía él y llevaba razón, a cada iglesia su órgano y nada ni nadie sustituiría el sonido de tal instrumento en ninguna iglesia. Podían desconcharse más los altares menores o algunos yesos antiguos perder color, pero la música debía reinar libre en la bóveda acústica de las iglesias que, incluso al decir de los detractores del hijo de Burgswald, parecían haber sido construidas para el sólo fin de maravillar con la música a los creyentes e incluir entre estos aún a los más acérrimos detractores de la religión papal.
Pero Horwitz tenía un lado desconocido. Oscuro sería un calificativo demasiado denigratorio, pero ciertamente algunas actividades que realizaba en las iglesias bien podrían tildarse de pecaminosas.
Es sabido que quienes querían deshacerse de las viejas iglesias góticas, con la excusa de que parecían tiendas paganas, odiaban secretamente las imágenes de demonios que poblaban los portales, las gárgolas animadas que asustaban a los niños modernos, los signos estrafalarios de muralistas trasnochados o de albañiles de orígenes insondables. Entonces, cuando el maestro Smugglart les presentaba las nuevas catedrales remozadas de acuerdo al gusto actual, se olvidaban de preguntar por éste o aquel aditamento de los tiempos oscuros, cosa que el restaurador aprovechaba para llevárselos a su casa, donde había construido un sótano que llenaba cada vez más con esas esculturas y aprendía de ellas el arte oculto.
Con el tiempo llegó a dominar la Gran Arte Alquimia y, aunque era un lobo solitario, algunos de los mayores maestros de la misma, le respetaban tanto como para seguirlo adonde fuera que estuviera trabajando.
Según algunos sigue vivo. Ha escrito libros acerca de iglesias que nadie había conocido, tiene documentos sobre templos derrumbados por las guerras a los que ningún otro historiador tuvo acceso nunca jamás. Muchos anduvieron tras su pista, pero nadie se le acercó tanto como Perry Thomas Tylson a quién, para poder esquivar, el maestro alemán debió recurrir al extremo de abandonar su morada milenaria como los lobos esteparios abandonan su guarida ante una embestida de los humanos.
Todos celebraron el descubrimiento de Tylson, aunque no supieron qué hacer con el zoológico de animales de piedra que aún bulle en el sótano del castillo. Sobre todo, muy importante, no saben qué darles de comer. Tylson no es tan bienvenido ya en las estaciones de televisión donde, apenas entra, lo bombardean con las ineluctables preguntas sobre la alimentación de las estatuas de Horwitz.
Sobre todo porque han notado que faltan varios habitantes en los pueblos vecinos quienes, como es lógico, están dando muestras de estar a punto de espantarse.

Sobre el autor:
Héctor Ranea

1 comentario:

Javier López dijo...

Usted sí que es un verdadero maestro de las imágenes. Disfruté este relato como no lo imagina. Enhorabuena.