He tenido, creo, una gran idea: le tatuaré, mientras duerma, pelos en sus pechos, pelos en sus brazos, en sus orejas y en sus muslos. La llenaré de pelos falsos y dentro de esa maraña que, calculo, armaré en su sueño, escribiré mi nombre tantas veces que jamás, jamás, podrá olvidarlo.
Cada vez que se mire al espejo estarán esos pelos, cubriéndola de las miradas obscenas que le robaban su cuerpo amado, que la alejaban de él aunque fuera por esos mínimos instantes en que ella creía que esos clientes la amaban. Cada vez que se mire, es cierto, me odiará, pero luego recordará cómo he sido con ella, recordará nuestro amor y estará conforme con esos pelos y mi nombre en ellos. La resignación al ser odiado es preferible a la convicción de que me olvidará.
Ahora saldré a comparar imágenes de pelos para esos pechos, para sus muslos; haré compras de máquinas de tatuar y de tintas para pintarle esos vellos impúdicos. Espero que reconozca que usé los mejores instrumentos disponibles.
—Si hubiera estado viva, las tintas hubieran entrado —dijo el forense al Inspector—; por la forma en que la rayó, diría que ella llevaba algunos días de muerta, Inspector.
El policía no podía acostumbrarse a ver un cuerpo así de bonito, muerto.
Sobre el autor: Héctor Ranea
4 comentarios:
Escalofriante, pero magistralmente llevado el relato.
Brillante, Ogui. Usted sí que sabe convertir una iglesia en un burdel sin hacerle perder sacralidad...
Y un burdel en una iglesia, sin quitarle un ápice de sensualidad. Increíble.
¡Gracias! A mí también me produjo escalofríos al pensarlo...
Publicar un comentario